Discriminación

Pido públicas disculpas a esa mujer a la que debo haber herido cuando iba acompañada de sus dos pequeños. Si la vuelvo a ver, no sería capaz de reconocerla, pero tal vez ella sí me esté viendo, quizás por los mismos lugares que frecuento y donde imperdonablemente señalé a sus niños y dije: “Helos ahí: el eslabón perdido. ¡Casi hablan!”.

Me sentiría mejor si ella, en vez de regañar a los infantes, hubiera dado merecida respuesta a la ofensa que hice a dos seres sin culpa de los sufrimientos causados por otros.

Jugaba en los columpios, las hamacas y otros artefactos de un pequeño parque cuando una persona hizo que los niños se apartaran como quien huye de algo. Uno siente más la soledad cuando es causada por palabras inolvidables: “Miren, no jueguen con él porque es chino y yo no sé si los padres de ustedes los dejen jugar con él”.

Tampoco aquellos dos niños de piel negra son culpables de que al intentar entrar, como hacían habitualmente, a la sociedad exclusiva para blancos, me cortaran el paso: “No, no puedes entrar porque tu papá le da dinero a los negros para construir su sociedad”. Ni tienen nada que ver con el portero de la sociedad de los negros que me impidió la entrada: “Chinito, aquí no puedes entrar porque tú vas a la de los blancos”.

Por ser hijo de un bodeguero, que no era rico pero tampoco le faltaba el dinero, de una y otra parte quisieron disculparse, pero los paralicé: No soy blanco, ni negro, yo soy chino.

Nada justifican mis palabras a dos inocentes de piel negra que a manera de burla imitaban el habla de los chinos, lo cual aproveché para decir que eran el eslabón perdido entre el mono y el hombre.

Los niños no entendieron lo que dije, pero aquella mujer de piel negra debió de regañarme a mí y no a los pequeñuelos que nacieron en un planeta llamado Tierra, donde ojalá a la discriminación (de todo tipo) no le quede larga vida.