Salir del lugar de nacimiento para vivir en otro es un fenómeno muy antiguo, y las causas son múltiples, lo cual es objeto de estudio por parte de las ciencias que investigan constantemente los movimientos migratorios internos y externos.
En este mismo espacio está abordado el tema de manera directa o indirecta en varias ocasiones, pero un lector septuagenario inspiró tratar el asunto otra vez desde su punto de vista, lo cual hizo con la sencillez del lenguaje del hombre de campo.
Cuenta que nació en Quemado de Güines, un pueblecito de la antigua provincia de Las Villas en una familia dedicada a las faenas agrícolas bajo el sol, con el esfuerzo físico que entraña guataquear persistentes hierbas cuyo crecimiento era tan acelerado que al llegar al final, había que volver a comenzar.
Evoca que desde el primer día de 1959 hubo cambios dirigidos a igualar la zona con las existentes en la ciudad, y recuerda mucho la campaña de alfabetización, la apertura de escuelas y un incremento de la matrícula donde estuvo él incluido.
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Sin embargo, prefería continuar la vida a la manera habitual que ir diariamente al aula, entrar y salir disciplinadamente a las mismas horas, atender al maestro y luego someterse a un examen cuya aprobación dependía de dedicarle tiempo al estudio en el hogar.
Fue avanzando en los grados escolares y también en edad, hasta que decidido a no continuar estudiando, se lo planteó al padre, quien esperó al siguiente día, y en los momentos en que se suponía que debía prepararse para ir al colegio, lo despertó.
Dice que su papá venía con un machete en una mano y en la otra, el maletín donde tenía las libretas, los libros y el lápiz, y que le dio a escoger.
Con la experiencia actual valora los inconvenientes de la manera en que fue convencido para que estudiara, pues interpretó que hacerlo era una manera de escapar del trabajo duro.
Se hizo maestro y se perdió un agricultor. Razona a la distancia de los años que bien pudo graduarse como ingeniero agrónomo y volver al terruño con conocimientos para desarrollar la obtención de alimentos que hoy todos demandan.
Cerca del lugar donde nació el lector cuya charla inspira estas notas, en Santo Domingo, hubo un trabajador agrícola que en los años 70 del siglo pasado contaba orgullosamente que había logrado que uno de sus hijos estudiara agronomía; y otro, mecanización agrícola.
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Explicaba la importancia de la agronomía y habló largamente del tema, y casi al final de la conversación, a la pregunta de ¿y la mecanización? fue breve en la respuesta, quizás porque ya como visitante debía irme, pero contestó de manera contundente.
Al paso de los años se olvidan palabras, pero más o menos dijo: si un ingeniero te dice cómo, cuándo y dónde sembrar y después no hay quién lo haga ¿para qué sirve tanto estudio? Para el futuro hace falta mecanizar la agricultura porque el trabajo es muy duro y todo el mundo estudiando, cada vez habrá menos obreros agrícolas. Hay que mecanizar.
De las anécdotas del nacido en Quemado de Güines y de las palabras del agricultor de Santo Domingo, han pasado décadas, pero vienen al recuerdo porque las realidades golpean fuerte y nunca es tarde para aplicar las enseñanzas o moralejas.
Hay que saber encauzar los estudios hacia lo que se necesita, sobre todo, en la localidad donde se vive, y sembrar el amor por el terruño natal. Y si de humanizar el trabajo se trata, hay que crear condiciones para incrementar la producción y la productividad, y la mecanización es uno de los recursos para lograrlo.
Aún así, siempre el fenómeno migratorio se manifestará en mayor o menor magnitud, pero como que todo es cuestión de medida, podría no ser en una cantidad tan dañina.
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