“Yo vendí mi bicicleta” es el título de un libro, pero en este caso la venta es de un automóvil, y a diferencia de la obra del narrador, dramaturgo, guionista radial y televisivo, y periodista villaclareño Enrique Núñez Rodríguez, estas notas no son una recreación autobiográfica.
Estas breves notas contienen experiencias personales y datos obtenidos de personas que fueron estimuladas con vehículos automotores recibidos como obsequio (los menos) o comprados con posibilidades de pagos a plazo.
En los finales de los años 60, participantes como voluntarios o pertenecientes al sector azucarero, sobre todo macheteros, tuvieron como premio autos soviéticos, pero a mediados de los 70, también en el siglo pasado, los beneficiados aumentaron.
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Fue en el tercer domingo de mayo de 1975 que este redactor adquirió un Peugeot 404, momento en que profesionales y destacados en su labor con muchos méritos acumulados, tuvieron la oportunidad de ser dueños de Fiat, Moscovich, Lada, “Yíguli” o “Polaquito”.
Se hablaba de prohibiciones y había protestas de que siendo un artefacto particular, privado, de propiedad personal, no pudiera ser vendido libremente o que para esa operación se necesitara de autorización y que el comprador fuera de la misma entidad.
Ni a este expropietario del vehículo le consta, ni tampoco a otros colegas, pero al paso de los años nos ha dado por pensar que se trató de una medida para proteger que un esforzado trabajador que no pudiera mantener el carro se lo vendiera a un “nuevo rico”.
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Tal vez no fue así, pero lo cierto es que hasta la década de los 80, se disfrutaba de los beneficios de esa deferencia social, pues alcanzaba el dinero para pagarlo al contado o a plazo, así como costear los mantenimientos y reparaciones.
Por aquellos tiempos, la limitación era encontrar las partes y piezas, que de una manera u otra eran localizadas en cualquier lugar, gracias a que los dueños se organizaron informalmente en una red de intercambio de información y cualquier colaboración.
Las pesadumbres comenzaron en 1990 cuando escasearon todos los recursos, incluido el combustible y hasta los aceites y grasas para mantenimientos, con el incremento de las tarifas por parte de los mecánicos y suministradores furtivos de recursos.
Aunque jóvenes aún en su mayoría, lo cierto es que había quienes llegaron a la etapa llamada de adulto mayor, y las engorrosas gestiones para lidiar con los especialistas en reparaciones se fueron haciendo insoportables para personas con 60 o más años de edad.
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Según se avanzaba hacia los inicios del siglo 21 y del segundo milenio, unos les traspasamos los carros a un familiar, otros los dieron a alguien para que “boteara” y se dividieran las ganancias entre el dueño, el chofer y para gastos propios del vehículo.
No faltaron quienes los parquearon de manera permanente por roturas que no se pudieron arreglar por falta de piezas, pero en la mayoría de las ocasiones por no disponer de suficientes recursos monetarios que apenas alcanzaban para cubrir necesidades elementales.
Esta es una síntesis de todo lo que contaron a este redactor los expropietarios de aquellos vehículos otorgados por estimula y que hoy, dicen: yo vendí mi carro.
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