¡A Senegal, sin escalas!

Puesto que este humilde gacetillero no amaneció hoy con los epiplones dispuestos para buscarse líos —ni gordos ni minúsculos—, ha de callar zorrunamente las generales del personaje central de esta viñeta.

Asiste al chupatintas otra razón: el susodicho perteneció a una familia cuyos variadísimos méritos la hacen acreedora de unánime respeto.

Está claro que algún lector, aunque yo no mencione al santo, lo adivinará por el milagro. (Abundará la identificación exitosa entre los que nacieron cuando El Morro era de palo y Ñañá Seré señorita).

Baste decir que el personaje de marras figura entre las glorias de imprescindible mención siempre que se escriba la historia de la medicina cubana. Su nombre aparece en todo manual que se respete al tratar cierto campo de la ciencia hipocrática. Pero, nuestro héroe, además de una acendrada honestidad científica y de un talento rayano en lo milagroso, se gastaba algunas de esas cualidades que le roncan. A saber: una lengua ingobernable y una decidida tendencia a la excentricidad.

Cierto día el galeno impartía una clase desde su cátedra universitaria. Y hablaba del aparato genitourinario.

Entre el alumnado, un par de burguesitas —a las cuales les sobraba de gazmoñería lo que les faltaba en vocación—, comenzaron a cambiar de color con la misma celeridad de un traganíquel de la época. El sabio pronunció una interesante observación:

—Reporta la más confiable literatura médica que los mayores falos del mundo han sido medidos en Senegal. Mencionan penes que alcanzan más de pie y medio.

Ya aquello era “mucho con demasiado” para el par de fisnas discípulas. Y se pararon ipso jones —lo cual es más rápido que ipso facto—, para abandonar el local.

Entonces, en todo el ámbito del anfiteatro, se escuchó la voz tronante del profesor:

—Niñas, no se apuren. ¡Faltan cinco horas para que despegue el avión hacia Senegal!