domingo, 28 de abril de 2024

Nuria (Parte I)

Conscientes de que Nuria no podía ser solo la “compañera” de Juan e intentando saldar la deuda, llegamos a su casa, para que hablase ella...

Mario Ernesto Almeida Bacallao
en Exclusivo 11/06/2023
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La imagen de Nuria difuminada en el espejo
La imagen de Nuria difuminada en el espejo (Pedro Pablo Chaviano Hernández / Cubahora)

Cuando el pasado 28 de diciembre publicábamos “La historia oculta de las fosforeras”, Nuria resultó la principal crítica de ese trabajo. Su esposo, Juan Antonio Robert, nuestro entrevistado de entonces, se lo dio a leer y ella no titubeó en señalar las faltas imperdonables, los nombres que marcaron su existencia y que no estaban; el nombre de ella, Nuria Suceta Jay, que bastante vida que le había aguantado, acompañado, visto…

Conscientes de que Nuria no podía ser solo la “compañera” de Juan e intentando saldar la deuda, llegamos a su casa, para que hablase ella. Si quería, a modo de venganza, podría incluso omitir el nombre de su esposo, para que Juan probase un poco de su propia medicina.

*

Nuria tiene algún trauma raro con la fotografía. La condición para traspasar el umbral de su puerta es, sencillamente, que nadie le apunte con el lente. No solo aplica para quienes tienen ello por oficio. Nuria no permite que nadie la capture, ni de su familia, ni del barrio, ni desconocidos; ni en su casa, ni fuera de ella; ni en fotos para periódicos, ni en cumpleaños. Así de imparcial es la fobia rara de esta mujer que todavía recuerda, a sus casi ochenta años, cuando tenía que ir descalza hasta la escuela para que el camino recio no le arruinase los zapatos.

Estamos hablando de los montes de Guantánamo. El central se llamó primero Soledad y luego Salvador. Ella vivía en casa de una tía, en una finca relativamente cercana al batey, aunque no tanto como para que el río no se interpusiera, ni como para que los caminos de fango no la condujesen. Con la lluvia todo se tornaba un imposible, un casi, y Nuria cuenta cómo el río se crecía y se llevaba las piedras por las que normalmente se podía atravesar.

Los muchachos se las ingeniaban para volar de extremo a extremo, aferrados a una soga que pendía de un gajo. Y Nuria se recuerda así: abrazada a la cuerda, pendulando sobre la crecida, respirando hondo, más calmada, porque la buena suerte, esta vez, no la desparramó en el agua y de nuevo a caminar, un tramo más, descalza, hasta la puerta de la escuela donde por fin podría quitarse el fango de los pies, por fin ponerse los zapatos.

Los zapatos se los garantizaba su mamá, quien trabajaba en la base naval como doméstica. Era una de dos: o trabajaba y ayudaba a la familia o la criaba a ella. La veía solo de viernes a domingo, hasta que terminaba el pase y era preciso, de nuevo, adentrarse en “territorio americano”.

“Yo solo pude estudiar hasta cuarto grado. En determinado momento me sacaron de la escuela para pasar un curso de corte, costura y bordado, porque la mujer tenía que aprender de todo y también para ayudar a mi tía que cosía para la calle. Yo le remataba las costuras”.

Nuria vivió sus primeros 16 años junto a su padre, su tía y su abuela. “Mi abuelo paterno, según las versiones, vino de República Dominicana; él y un hermano, porque no se le conoció más familia. Tuvo seis hijos con mi abuela, pero su hermano no concibió descendencia; al año y tanto de venir enfermó de tuberculosis y murió. Mi abuelo se quedó solo en el mundo con sus seis hijos y mi abuela. No se le conoció más familia. Decía que se montó en un barco y vino para acá, pero más nada. Aquí era campesino y mi abuelo materno, dulcero particular. Mis tíos trabajaban en los cortes de caña para el central y mi papá era capataz”.

A los 16 años de Nuria todos bajaron para la ciudad. En la ciudad visitaba más a su madre, pero nunca volvió a vivir con ella y continuó con su tía. “Ya estaba adaptada”.

*

Conocí a Juan Antonio en el mismo Guantánamo. Yo vivía a media cuadra de él. Al doblar. Tenía que buscar el pan donde él lo buscaba. Tenía que pasar por el frente de su casa e imagínate tú, ahí empezó el romance y el por favor... En el 63 él vino para acá para La Habana y yo me quedé allá. Yo venía de vacaciones y lo veía. Tenía una prima hermana, hija de la tía que me crio, que vivía en La Habana vieja. Venía para la casa de ella y me pasaba 15 días.

Nos cansamos de esa distancia y del ir y venir y decidimos casarnos en el 66, el 25 de diciembre, a las 10 de la mañana. A la una de la tarde arrancamos en una guagua para acá para La Habana.

Primero estuvimos por unos días en la casa de La Habana Vieja donde vivía alquilada mi prima. Después ella le dieron una suya en Palatino, el Cerro, y nos brindó un cuarto. En Palatino vivimos 10 años. Estando ahí tuve a mis dos niños.

Esa prima mía era hija de la tía que me crio. Ellos eran cuatro hermanos. Tres hembras y un varón y ella era la mayor. Mi tía se llamaba Isabel Luisa Suceta. Como nos criamos juntas teníamos mucha confianza y ella vino primero para acá. El hombre con el que se casó había venido para La Habana a aventurar y se metió en una fábrica de tabacos, comenzó a ganar dinero, y fue cuando lograron alquilarse en Mercaderes entre Obispo y Obrapía, hasta que les dieron la casita de Palatino.

Allí fuimos felices, pero estábamos apretados. El esposo mío trabajaba en el Ministerio de la Construcción y, como estaba nuestro problema de la vivienda, él comenzó en la microbrigada. Teníamos dos niños y vivíamos en un garaje. Era un garaje convertido en cuarto y allí fue donde vivimos. Muy bien que vivimos ahí.

Yo no trabajaba porque no tenía con quién dejar los muchachos. Mi madre quería que yo le mandara a los niños. Pero yo no podía porque, imagínate tú, dos muchachos y ella allá. No podía porque, imagínate, la vida estaba… como ahora, más menos, o un poquito mejor.

El esposo de ella era jamaiquino y trabajaba en la Base y tenía... Después que mi mamá comenzó a tener a mis hermanos ya tuvo que dejar de trabajar en la base. Yo soy la mayor.

Mi padrastro trabajaba de pintor. Se llamaba Pedro Eustaquio Robinson Brob. Mi mamá tuvo siete hijos con él. Él sí siguió trabajando en la base hasta los años setenta, porque uno de mis hermanos quería estudiar en la Unión Soviética. Mi hermano Pedro. Pero no le daban la salida porque su papá trabajaba en la Base Naval.

Entonces, para que mi hermano pudiera salir a estudiar a allá, mi padrastro renunció a ese trabajo, perdiendo gran cantidad de dinero, porque no era poco lo que ganaba y después no era lo mismo. Mi hermano se hizo ingeniero en telecomunicaciones de la aviación. Pero ya la vida no era igual. Eran siete hijos. Muchos muchachos.

La sala de Nuria, anciana en Cuba
La sala de Nuria (Pedro Pablo Chaviano Hernández / Cubahora)

A pesar de todos los años que trabajó, no consiguió un subsidio, porque resultó que mi padrastro no le trabajaba a una empresa específica de la Base, sino donde lo llamaran. Es decir: pinta aquí, pinta allá. Como no tuvo un trabajo fijo en una empresa, mis hermanos no pudieron reclamar el dinero que los trabajadores de la Base acumulaban cuando trabajaban en una firma reconocida allí dentro.

Cuando mi mamá estaba embarazada de mí, trabajaba como doméstica en la casa de un muchacho que después sería mártir. Él leía muchas novelas y cuando ella salió en estado él le dijo: Cristina, si sale hembra ponle Nuria, que la muchacha de la novela que estoy leyendo se llama así.

Mi mamá siempre se quedó con la tristeza de su muerte. Cuando yo tuve mi primer hijo le puse Osvaldo. Luego me embaracé del segundo y mi mamá me propuso: si es varón, ponle Omar, que así se llamaba el muchacho de la casa donde ella trabajaba, Omar Ranedo. Y así fue…

Entonces, te decía, nos mudamos para esta casa de Altahabana que mi esposo construyó con la microbrigada. Vinimos un 15 de septiembre del 75. Al frente estaba la facultad obrero campesina, que la propia microbrigada había levantado, y ahí empecé a superarme. Yo hasta ese momento lo que tenía era un cuarto grado y un curso para trabajar en círculos infantiles que había pasado a inicios de la Revolución.

En el 77 Juan va para Angola. Yo me quedo con mis dos hijos sola, pero me los llevaba para la escuela obrero campesina, de siete a nueve de la noche. Pero el cuento de él en Angola y yo aquí, ese… te lo hago después.

(Continuará…)


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Mario Ernesto Almeida Bacallao

Periodista y profesor de la Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana


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