Justo cuando el fútbol italiano se antojaba seguidor confeso de la más aburrida ortodoxia, Gian Piero Gasperini, ese incansable trotamundos de la Serie A y sus zonas marginales, llegó al banquillo del Atalanta. Luego de un convulso peregrinar por Crotone, Genoa, Palermo e Inter de Milan su noviazgo con la provinciana ciudad de Bérgamo apenas atrajo la atención de quienes lo supusieron la enésima pieza de una maquinaria movida al compás de los títulos y los millones de la Juventus.
Entonces ocurrió lo impensado: hartos de cargar sobre sus hombros las culpas de temporadas mediocres, los señores de cuello blanco decidieron premiar al veterano de mil y una batalla con la paciencia y el poder para hurgar a conveniencia entre los maltrechos efectivos del club. Fue ahí donde a golpe de prueba y error Gasperini forjó una plantilla lo suficientemente buena para enamorar y reírsele en la cara a supuestos gurús del “calcio” y a sus antiquísimos preceptos basados en someter al rival al más cruel e inhumano de los tedios.
Puesto a la faena, travistió esquemas y parodió al vilipendiado Ajax de Johan Cruyff. Hizo del esférico el leitmotiv de cada performance, pero subvirtió con esmerada alevosía los vicios de controlar los tiempos del partido por el supuesto goce de someter sin intencionalidad.
No conforme con lo ideado, insistió. Desechó las facilidades del marcaje posicional para ejecutar la más despiadada presión hombre a hombre en terreno ajeno; y aunque mantuvo el fetiche italiano de la simetría a la hora de defender, cometió el imperdonable sacrilegio del caos y la desgobierno con el balón en los pies.
Descaros que de manera irremediable terminaron en zagueros inventados exquisitos enganches, en laterales-volantes omnipresentes e incisivos y en delanteros convertidos en extremos o falsos nueves capaces de los más espectaculares chutes a portería desde la mediana distancia. Todo un universo de anarquías apenas sujeto en la gambeta del argentino Alejandro “Papu” Gómez, un tipo con duende y sesos para interiorizar enrevesados guiones y brindar equilibrio.
Los puristas dirán, y quizás con razón, que tales formas burlan los cimientos en los que descansa la filosofía del reconocido juego austero y mezquino, ganador de mundiales y scudettos. ¿Acaso importa? Al menos esta vez se podrá afirmar—so pena de herir sensibilidades—que mientras la Juve levanta el enésimo trofeo, el fútbol deja de premiar al que mejor lo lució sobre la cancha. Bienvenidos al mundo real.
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