La primera vez que estuve en una cabina de radio me chocó el carácter aséptico de todo el ambiente, las superficies limpias, los micrófonos como acabados de estrenar aunque tenían muchos años de uso, la manera en que los periodistas y locutores respetaban ese cubículo sacro en el cual se emitían las voces que luego eran mezcladas por el editor para ser transmitidas. Luego comencé a hacer programas en vivo y el golpe emocional fue aún mayor. Oír al público en tiempo real y saber que miles de personas participaban de ese momento íntimo, tan parecido a una conversación en la sala de tu casa, resulta una experiencia que supera a todas las demás hasta ese momento vividas. La radio no es cualquier medio, sino que lleva en sí la potencia y la rapidez de todos los demás. Su esencia es la de un periódico supersónico que a la vez ofrece la paz y la democracia participativa de cualquier tertulia entre viejos conocidos.
¿Por qué suele creerse que se trata de una plataforma para personas de la tercera edad? Las ondas hertzianas nos alcanzan a todos, nos envuelven y nos comunican un mundo distante, pero emocionalmente cercano. Así se ha hecho radio desde los inicios, así vino dicho medio hasta Cuba y se transformó en un fenómeno de masas, conmocionando la vida cultural, política, social, económica. Quienes hemos leído la historia de estos sucesos sabemos cómo se cambiaron las dinámicas, cómo el país fue otro luego de que en cualquier punto de la geografía una persona podía escuchar a otra a miles de kilómetros. Mi experiencia en la radio fue además en una emisora comunitaria, de esas que surgen porque la gente quiere enterarse de a qué hora saldrán los transportes hacia la cabecera provincial o quién parió y si tuvo hembra o varón. En ese sitio, para colmo de creatividad, me di a la tarea de hacer un raro periodismo entre la leyenda y lo inverosímil pues cronicaba las narraciones orales sobre hechos mágicos y de la imaginación popular. Era extraño verme con la grabadora frente a un entrevistado que me contaba cómo una noche había escuchado y hasta visto a La Llorona, especie de fantasma antológico de cualquier villa. Pero además, la crónica llevaba siempre su dramatización, su pequeño teatro, su profundidad trágica y hasta cómica. Y es que la radio puede clasificar como un gran escenario donde todo cabe, siempre que goce del interés de la gente, siempre que haya quien te escuche y te retroalimente.
Esta radio nuestra, la cubana, ha hecho la misma historia que nosotros. Carpentier, el gran autor del siglo XX, fue también un apasionado de estos recursos. Casi toda la intelectualidad en algún momento desfiló por los estudios o hacia guiones o secciones periodísticas o de crítica en las ondas de las muchas emisoras. El pequeño receptor nos habló sobre desdichas y honores, dolor y logros. Allí estuvo cuando vencimos, cuando nos derrotaron, cuando nos nació una luz o hubo una muerte ya fuera física o espiritual. La radio es un espíritu de muchos, que se encarna en cada cual y nos da entidad, nos define y nos hace latir en el pecho. Recurrimos a su presencia en los tiempos más duros, cuando ni papel ni horas de electricidad había. Allí, en medio de todas las noches, las ondas venían a darnos el aliento necesario para la resistencia. Y es que en la historia de la humanidad, nada hay más humano que la radio, nada más apasionado y realmente íntimo. Se cuela en nuestras casas y vidas, conversa, nos da la mano en la calle, se toma un café en la esquina y sigue siendo igual de elegante, de solemne e intelectual.
La radio no se irá nunca de Cuba, ni siquiera con la tecnología digital y las redes sociales. De este medio seguiremos dependiendo en la medida en que seamos humanos y nos guste escucharnos en tiempo real, junto a miles de amigos, en cualquier parte. Su esencia es la de una familia, lo cual escapa de la gélida naturaleza de la máquina posmoderna y de los likes y los posicionamientos. Toda voz que sale por un receptor se transforma en una magia diferente, todo teatro, todo producto periodístico es una maravilla por muy sencillos que sean en cuanto a factura. Y es que la radio siempre será barata, pero no banal, menuda, pero no simple, rápida pero no superficial. En sus cien años junto a nosotros, este medio ha sabido que hay esencias impostergables, como aquella que combinó el himno nacional y la primera emisión o los tantos sucesos que repercutieron y cambiaron la historia a partir de su propagación por las ondas. Los ejemplos sobran, pero si algo podemos decir es que esta plataforma nos hace deudores unos de los otros, familiares miembros de un mismo destino.
Incluso de los fantasmas uno puede sentirse pariente, cuando se trabaja en una emisora de un pueblo. La vida lleva a los reporteros más lejos, a las recepciones, a eventos, pero siempre se vuelve al instante creativo de la radio, cuando esa maravilla iba surgiendo de los micrófonos y terminaba en un receptor, con todos los efectos sonoros, con la música, con la preferencia de la gente que oía e imaginaba la vida en otras tantas épocas. Era una máquina del tiempo, un receptáculo de imaginerías que condujeron siempre al apego, al amor hacia un medio, a las amistades con otras personas. No conozco medio más aséptico, pero a la vez cálido. Las paradojas se suceden en todo periodo de la vida, pero ahí son además de frecuentes, aleccionadoras. Cuando un periodista de un diario de papel debe sentarse a hacer su artículo para el día siguiente, el reportero sale a la calle y toma los hechos en caliente, los construye a su forma veraz y siente el riesgo de la vida, de lo inexacto, de lo trascendente que surge segundo a segundo. Esa es la radio.
Volver a la emisora de la comunidad es hallar ese universo perdido y las esencias del medio. La comunicación en estado puro, con sus funciones a flor de piel, con el fuego de la cotidianidad dándole vida a la gente. Así se hace la radio en ese pueblo donde me gradué, trabajé y estuve tantos años. Uno siempre vuelve a las ondas hertzianas como a un paraíso perdido y las disfruta como el primero día. La reconstrucción de la memoria tiene como beneplácito el tiempo transcurrido, los recuerdos que vuelven, las ideas antiguas que parecen nuevas a la luz de los años.
La radio es nostalgia y esfuerzo, arte y vida. Se hace con destellos de todo lo imaginable y posee la misma inmortalidad del cielo. La historia merece revivirse toda vez que fluye en el éter y se metamorfosea en tragedia o comedia, anécdota o trabajo periodístico, canción o mitología. Toda creatividad está en deuda con el medio y ha logrado trascender gracias a las ondas, nunca prescindiendo. La radio, injustamente, suele recibir el epíteto de “niña fea”, pero su porte es el de los grandes sucesos. Meritorio es que se cuenten las glorias y se perpetúen, que nadie olvide esa memoria ni la mancille.
Mientras, en el salón de la emisora comunitaria donde comencé el viaje, los oyentes y los radialistas, los periodistas y los locutores, los editores y demás personal; proyectan el próximo programa y un espíritu atraviesa los entresijos, nos narra, nos rescata de la mediocridad y nos dice que todo vuelve a empezar.
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