En las fechas iniciáticas de Cuba siempre hay alguna motivación. Más allá de los aniversarios existe un sentido que deberíamos explotar con mayor ahínco y es el de la participación de la gente. Hablo de que las personas miren la historia como algo suyo y no un momento para la recordación de otros.
A fin de cuentas, las enseñanzas se aplican en el presente y el relato de los hechos impacta a quienes vivimos en un contexto que es totalmente disímil, pero por ello estamos obligados a ser coherentes, activos, entes centrales. Somos sujetos y no objetos, somos protagonistas y no la otredad. Cuando hablamos de 26 de julio, la referencia corre a aquella gesta que dio paso a una Revolución única, la cual posee una historicidad, un peso en la vivencia del continente y del mundo. Entonces, hay que vivir esas fechas desde la trascendencia y también en lo particular, lo íntimo, lo definitorio. Si algo ha enseñado la vida concreta es que los grandes cambios comienzan con un gesto imperceptible. Ese quiebre, punto de giro de la dialéctica, nos lleva a conocer quiénes somos y a redescubrir maneras de participar.
Pero la participación en la Historia es algo que no está flotando en el aire. El devenir humano no está compuesto por estampas ni por categorías que se sucedan de forma metafísica y con una cronología perfecta. Estamos hechos de contradicciones, de desencuentros, de choques que nos van cincelando. En esa manera bizarra de actuar, los hechos históricos definen una red de impresiones y de epifanías que nos hacen un molde emocional, un carácter específico. La huella individual en los sucesos de trascendencia está dada por esa participación de las personas, por el sentido de pertenencia que les imprime un sello activo a las acciones y que es la sustancia y la dramaturgia de las transformaciones más determinantes. En otras palabras, la gente participa desde lo que les da un sentido. El 26 de julio posee toda la fuerza de Fidel, de los moncadistas, de las figuras; además se nutre de un presente en el cual un pueblo intenta llevar adelante un proceso justo de cambios en los cuales nos va el más hondo sentimiento como nación.
El ejemplo de ayer sirve de acicate, pero no solo está como un cuadro impresionista, detenido, sino que es sustancia de apropiaciones, de resignificaciones que le dan una vuelta trascendental. Para América, Cuba fue en 1959 una especie de prueba de que sí se podía elegir algo distinto de la fatalidad de ser un patio trasero de un imperio, pero para los nacidos en este archipiélago hay mucho más que eso. El 59 y antes de esa cifra el 26 son numeraciones que están impresas en la existencialidad de cada uno.
Fue Sartre quien dijo que Cuba era un huracán sobre el azúcar y de esta forma definió la dinámica poderosa del proceso, que a su vez estaba determinada por la naturaleza de nuestro pasado y la dirección de las aspiraciones de todo un pueblo que se había implicado en los cambios. Porque el 26 de julio de 1953 es un ejemplo de cómo la sustancia de la Historia, o sea el pueblo, se adentra en la transformación de sus condiciones de vida y le da curso a un programa que aún hoy posee las resonancias de avanzada.
El 26 no solo es una cifra en la Historia, sino el deseo de grandes mayorías de imprimirle su huella a los sucesos, pero no solo por voluntad, sino para que los cambios sean efectivos. Ese es el sentimiento de la participación y lo que hoy debería movernos en recordación a la fecha. Estamos en tiempos de redes sociales, de guerra cultural, de implementación de estrategias espirituales. También se viven momentos en los que no resulta fácil la economía doméstica ni nacional y en los que un suceso material pareciera opacar con todo su peso real la esencia de emociones y de razonamientos que nos acompaña.
Pero nada de eso es trascendente si se busca la participación genuina, si se le pregunta a la gente lo que desea y se le da curso de una forma racional y sencilla. La Historia que más nos mueve es la que se hace ahora mismo y que transcurre en la batalla durísima de las transformaciones en cuanto a economía, sociedad, moral y procederes éticos individuales. Son los valores esa esfera en la cual nos jugamos lo que somos y que inciden en la toma de decisiones, en los niveles de vida, en el acceso a bienes sociales. Cuba es un estado que ha alcanzado altos estándares de vida, pero que en el presente requiere de la actualización y de la preservación de esos bienes. Dicho de otra forma, la Historia no ha transcurrido, no se queda cosificada, sino que somos nosotros. No hay una otredad en estas fechas, no existe un mundo ideal para los murales y las cadenas televisivas ni los comunicados de prensa.
La realidad que nos interesa es la de las transformaciones que les atañen a las mayorías y cómo lograr que no se desvíen las cuestiones que nos definen. Esas esencias no van solo en el contenido, sino en la forma de un proceso que se nutre de aquella experiencia de ayer.
La Historia es también la historia con minúscula de la gente y sus sueños. Que las cifras sean inmensas, tendría que favorecer a las pequeñeces que nos hacen grandes. El 26 y el 59 son números que hablan de esa simbiosis, de la dialéctica de un tiempo que reactualiza su ritual y se hace presente.
Participar sigue siendo la clave para que todo baje de su esencia metafísica y tome el cuerpo de los sucesos trascendentales. Allí hay que dirigir todos los esfuerzos. Más que una conmemoración, los aniversarios dibujan la ruta de las acciones concretas. Toca descifrar, nos merecemos esa luz, pero hay que buscarla y darle su justo sitio. Nadie sabe a fin de cuentas qué va a pasar con el futuro, pero su sola ensoñación nos compele a acometer soluciones, hechos, dinámicas inaplazables. Así tiene que ser, más allá del retoricismo, de las palabras hermosas o de las aspiraciones más nobles.
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