En ocasiones, cuando camino por una de las calles de La Habana, siento a mi alrededor una tranquilidad esperanzadora. No es que la capital cubana sea una ciudad perfecta, pero posee esa cualidad tan cara a los seres humanos que es la paz, fomentada por una sociedad en que el individuo es el centro principal de las preocupaciones del Estado. La Habana donde vivo es, en el concierto de naciones del mundo, a diferencia de una gran mayoría, una pacífica urbe en medio del torbellino de violencias y guerras que azota al planeta.
Los seres humanos necesitamos la paz para vivir, para crecer en nuestra dimensión humana, para alcanzar el desarrollo, para hacer realidad los sueños individuales y colectivos.
Sin embargo, en las primeras décadas del siglo XXI, a pesar de las nefastas experiencias de la historia contemporánea de los 100 años precedentes, existen una serie de confrontaciones contra los más de seis mil millones de habitantes de la Tierra, en una u otra dimensión, en diversos formatos, que atentan contra la libertad individual y colectiva y sumen a los países en el terror y las crisis.
¿Acaso no es atentar contra la paz el fomento de la escalada bélica que en nuestras tierras de América Latina promueve el gobierno de Estados Unidos? ¿O las guerras fomentadas por los medios de comunicación contra los gobiernos progresistas e incluso personas? (El último de los casos más sonados es el de las campañas virulentas de periodistas radicados en Miami contra los Cinco cubanos antiterroristas, en los días previos y durante el amañado juicio a que fueron sometidos).
Para los llamados locos de la guerra, la palabra paz es inexistente. El secretario general de Naciones Unidas, Ban Ki-moon, en varias ocasiones, ha alaertado que en el mundo hay mas de 20 mil armas nucleares, la mayoría de ellas listas para ser activadas en cualquier momento.
Existen muchos focos de tensión en el planeta, la mayoría orquestados, organizados y puestos en marcha por el imperialismo norteamericano.
Iraq y Afganistán son ejemplos de una política exterior norteamericana que hace casi una década atrás expresó en una sobrecogedora frase el ex presidente Ronald Reagan, al incluir de manera arbitraria a más de 60 países como integrantes del Eje del Mal, y que de manera tan eficiente para sus planes guerreristas aprovechó años después el también ex mandatario George W. Bush en sus afanes de apoderarse de los recursos naturales de las dos naciones árabes.
Hay otras formas de guerra, como las personales por la supervivencia, de la cual es también principal culpable Estados Unidos.
Es la confrontación diaria de millones de personas que luchan contra el hambre heredada de la usurpación de sus empleos —que quizás nunca tuvieron— por la política económica neoliberal, contra las enfermedades surgidas por la insalubridad, contra el analfabetismo que les impide desarrollar su inteligencia y su espiritualidad.
El Hombre, en las actuales circunstancias, debe también luchar para enfrentarse a las drogas, no solo a su consumo, que lo mata, sino a las guerras entre los narcotraficantes que cuestan centenares de vidas, muchas de ellas de gente inocente, incluso niños.
Para sobrevivir en este panorama de calamidad en que se debate una gran parte de la Humanidad sería preciso suprimir las estructuras que han llevado a las personas a luchar, y esta es una guerra por la supervivencia, en la que se incluye también el cambio climático, cuyas consecuencias ya comienzan a sufrirse y que de no cambiarse la política de las naciones desarrolladas, podrían llevar a eliminar la raza humana, como en varias oportunidades ha alertado el líder histórico de la Revolución cubana, Fidel Castro Ruz.
Solo creando ejes de esperanza, como ocurre ahora en América Latina, donde las grandes transformaciones políticas, económicas y sociales pueden alejar las guerras y fomentar la paz, la Humanidad, que tanto la requiere, podrá conocer los próximos siglos, si es que logra sobrevivir a la hecatombe que tratan de imponer los grandes centros de poder político y económicos del planeta.
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