—Ya vienen las bandejas —anunció Lalo emocionado.
Aquello sirvió de alerta a la jauría humana que aguardaba por el buffet de la fiesta. Como cada año, tras la entrega de los premios comenzaba el ¿brindis?, versión del jefe o ¿fetecún?, versión de los empleados. Quienes parecían conversar entretenidos, en realidad acechaban la presa desde puestos estratégicos, dígase: salida de la cocina, área cercana al director o espacio colindante con el de la novia del jefe de servicio.
Ismael, el viejo amigo de Lalo, se mantenía ensimismado, muy quietecito en su asiento, abrazado a un enorme maletín que no había soltado ni para aplaudir, durante el acto. Lalo, tras burlarse del gotero con el que al parecer habían servido los vasos de cerveza que acababan de coger, lo conminó a dejar a un lado ¿el tesoro? y ayudarlo a agarrar otra ronda.
—Esto es más que un tesoro y ni aunque te diera mil oportunidades, adivinarías de qué se trata —contestó enigmático el otro. Pero incapaz de contenerse, confesó:
—Es un violín, el violín del director de la orquesta del Titanic.
Incrédulo, Lalo sacudió la cabeza. Imposible que Ismael estuviera borracho con un trago de cerveza aguada. El otro prosiguió:
—Te pido que no le repitas a nadie lo que te voy a contar: Resulta que mi abuelo era mecánico en la Terminal de Palatino y allí se hizo amigo de un catalán sobreviviente del naufragio. Julián, que así se llamaba el tipo, venía con su esposa Florencia y embarcaron en el trasatlántico con billetes de primera clase, el 11 de abril, en Francia, un día después de que este zarpara de Inglaterra.
En la madrugada del 14 al 15, en que el lujoso barco fue víctima del accidente, la señora se subió a un bote de salvamento, de los que evacuaron a las mujeres y los niños, mientras que Julián logró tirarse a uno que arreaban, varios pisos debajo de él, justo en el momento en que se hundía el Titanic. En las angustiosas horas de espera para ser rescatados, el hombre recogió el violín que flotaba en las aguas. Entonces…
La conversación fue interrumpida por una jovencita servicial que les acercó unos refrescos, con la advertencia de que esos serían los últimos líquidos que se repartirían. Resignados, agarraron los vasos, e Ismael prosiguió su relato:
—Cuando Julián se fue a morir le regaló el violín a mi bisabuelo y es que Florentina no quería ni oír hablar de la desgracia. Eso sí, el hombre estaba seguro que pertenecía a Wallace Henry Hartley, porque tras la cena, el día 12, se había acercado al músico, quien amablemente, le mostró el instrumento y le reveló que en el mástil, o el mango, que es lo mismo, tenía grabada una B, marca de cuando él tocaba en la Orquesta municipal de Bridlington.
Nuevamente fueron interrumpidos, aunque gratamente, por un ayudante de cocina que les extendía una colección de muslos de pollo. Ambos tomaron una pieza con la servilleta, como si trabajaran en el servicio diplomático. Hambrientos, hubieran preferido un pan con croqueta, producto menos alimenticio, pero más consistente.
—¿Y qué piensas hacer tú con ese violín?, eso vale una millonada, fíjate que, ahora que se cumple el centenario del hundimiento, la UNESCO ha declarado los restos del trasatlántico como patrimonio cultural subacuático.
Atragantándose con el pollo, Ismael contestó:
—Pues se lo llevaré al Dr. Eusebio Leal para embullarlo a que abra un museo porque al consultar la lista de los pasajeros del Titanic, descubrí que rumbo a La Habana venían, no solo el señor Julián y su esposa Florentina, sino también una hermana de esta y un tal Servando Ovies y Rodríguez, así como Emilio Pallas y Castella, al parecer españoles.
—Ay mi socio, ni aún en la época en que le tuve que abrir más huecos al cinto, por el periodo especial, quise vender el violín, para no decepcionar a mi abuelo. Creo que él se pondría muy contento de saber que a los niños de La Habana Vieja se les cae la baba al contemplar el instrumento en una vitrina.
Contrito, al pensar en los perniles de carne de puerco que podrían comprarse con el dinero de una venta así, Lalo, se encogió. Adivinando su sentir, Ismael le extendió un chicharrón, que acababa de pescar de una bandeja en fuga.
—Al menos espero que me lo enseñes, enséñamelo por favor?
Una oficinista enfrascada en esconder tres chicharrones en una jabita de nylon, los miró con picardía. Al percatarse de la proximidad del administrador, la mujer guardó rápidamente el botín en la cartera y se olvidó de ellos.
Como ya el brindis estaba semiliquidado, Ismael accedió a la petición de Lalo, con la condición de mostrárselo a escondidas en el baño para evitar curiosos. Así, después de aguardar con impaciencia que saliera el Económico en bronca con su dentadura postiza, se encerraron y el violín salió a la luz. El instante fue mágico, en el deteriorado instrumento resaltaba la B, que Lalo acarició con respeto. Alguien, apurado, aporreó la puerta.
—¿Y por qué Julián no contó a la prensa su hallazgo —inquirió Lalo.
—Porque el cadáver de Hartley pudo recuperarse y, aunque el mundo lo considerara un héroe por su valentía al intentar preservar con su música la calma entre los desesperados pasajeros, se rumoraba que la naviera White Star Line cobró a su familia por el uniforme perdido.
“¡Qué tacaños!”, pensó Lalo, mientras examinaba detenidamente el violín. Israel se lo arrebató de las manos con premura, lo guardó en el maletín y ambos salieron del baño. Afuera aguardaba una cola de diez personas, que no pensaron nada bueno al verlos tan coloraditos y sudorosos.
Aquello los hizo objeto de burlas durante varios meses. A Lalo no le importó, por el contrario, empezó a realizar búsquedas en Internet. Sin embargo, mientras descargaba las páginas relacionadas con la tragedia, le rondaba la idea de que había dejado escapar un detalle de su fugaz encuentro con el violín.
Las sospechas comenzaron al descubrir la fuente de la que Ismael extrajo parte de la información, pues años atrás se había publicado la historia de Julián en el periódico Juventud Rebelde. Y en el material se hacía referencia a un artículo de Rodolfo Santovenia, que vio la luz en 1955 en la revista Bohemia.
Todo aquello le pareció raro al desconfiado Lalo, pero solo confirmó que la B del violín se la había ganado por ¿bobo?, cuando la memoria le devolvió aquel detalle del que había tratado de acordarse tantas veces: en los minutos que tuvo al instrumento en las manos había visto pegado, a la voluta del violín, un sellito diminuto en el que claramente se leía “Made in Taiwán”.
CAREMN VERSON
22/9/12 11:57
MUY BUENO Y DIVERTIDO, ESTAS OCURRENCIAS SOLO PUEDEN SALIR DE UN CEREBRITO COMO EL DE MI SOBRI GENIAL
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