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lunes, 24 de noviembre de 2025

Francisco y la otra patria

Cuando llegó a Remedios, Francisco La Tasa Aldavés sintió que su mente viajaba hacia aquellos sueños incomprensibles que desde la adolescencia castellana lo llenaron de interrogantes...

Mauricio Escuela Orozco en Exclusivo 22/11/2025
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Remedios, Villa Clara. Fotos: Giselle Marrero
Remedios, Villa Clara. Fotos: Giselle Marrero (Giselle Maria Marrero Flores / Cubahora)

Francisco La Tasa Aldavés había llegado a Cuba como parte del servicio militar español. En su hogar, de tan humilde que las sillas estaban hechas de piedra y el suelo eran unas baldosas del río; no hubo manera de esquivar el reclutamiento. La Corona iba a dar hasta el último hombre y la última peseta por mantener a la muy fidelísima isla bajo su control, aunque hubiera ríos de endeudamiento con los bancos y las generaciones de jóvenes perdieran el tiempo y hasta la vida en las maniguas infestadas de mambises.

Con sus 19 años, Francisco no sabía mucho del mundo exterior. Desde los diez tuvo que acarrear junto al resto de los muchachos de la aldea. Todos —a veces ayudándose como podían— llevaban cargamentos a las ferias del pueblo para poder darles de comer a sus familias. Las noches se le iban pensando en algo ignoto, que le costaba definir. Quizás eran los sueños de la adolescencia, esos que por muy dura que sea la vida se nos presentan como los duendes de una existencia mejor e ilusoria.

Ya a su edad, los reclutadores del ejército lo citaron a la oficina, bajo la amenaza expresa de la cárcel. Como no quería que sus dos hermanitas pequeñas se asustaran, partió en solitario hacia el pueblo, entregó su cédula de identidad y allí quedó a merced de los oficiales, quienes de inmediato lo rasuraron y le impusieron un uniforme color azul claro. “No me esperes para la comida, mamá, salí hoy hacia Cuba”, dijo en una escueta nota que dejó colgada de la pared de la cocina, en la casa familiar desvencijada. El destino lo colocó en un camino del cual no volvería jamás.

Francisco La Tasa Aldavés miró, aquella noche, por última ocasión, las nubes que corrían por encima de las llanuras de Castilla. Eran estructuras terribles que, en su imaginación, formaban monstruos, murallones siendo asaltados por dragones, figuras deformes que se perdían en los vientos y que representaban los últimos vestigios de su pasado de niño. La fantasía se esfumaba delante de sus ojos y la realidad con sus contradicciones tomaba su sitio, haciendo presente el terrible suceso de la guerra.

En Cuba, La Taza fue destinado primero a la Fortaleza de la Cabaña. Allí, como guardia de la artillería aprendió los nombres de los diferentes cañones. Para su sorpresa, aún funcionaban aquellas baterías que en 1762 se usaron en el Morro para la defensa contra los ingleses. Aquel sistema de fortificaciones se le hacía parecido al espíritu de España: empecinado, lleno de una fuerza ancestral, pero totalmente inútil. Todos los jóvenes enrolados en esa guerra hablaban de lo mismo: tarde o temprano los criollos iban a ganar y ellos regresarían a casa y cuanto antes mejor. La Tasa sentía una emoción ambivalente por España, le llenaban de pasión los relatos del Cid, pero a la vez sabía que cruzar el Océano para oprimir a un pueblo era un mal asunto.

El paso por La Cabaña fue fugaz. En el interior de la isla había una serie de plazas militares mal defendidas por empalizadas y alambres que eran presa fácil de los asaltos. La Corona movió a los más jóvenes y frescos del servicio militar hacia allí. En el Combate de Palo Seco, las tropas cubanas emboscaron con maestría a las coloniales. Allí, el muchacho que había soñado con los cielos de Castilla sufrió terribles heridas de balas. Un proyectil le atravesó el brazo, dejándolo inhabilitado, otro pasó rasante por su mejilla y casi le arranca un oído. No obstante, no cayó prisionero de los rebeldes y, junto al resto de su ejército, logró reunirse en un punto y marchar hacia las plazas fortificadas del centro del país.

Cuando llegó a Remedios, Francisco sintió que su mente viajaba hacia aquellos sueños incomprensibles que desde la adolescencia castellana lo llenaron de interrogantes. El olor del aire, la atmósfera pesada y de misterio, la manera de ser de los locales siempre a medio camino entre la fantasía y la credulidad extrema; aquello era como si él hubiera intuido que algún día iba a conocer dicho sitio. En las afueras de la ciudad, los cadáveres insepultos de varios combates hedían y echaban bacterias y enfermedades hacia la urbe, por lo cual ni el agua ni los alimentos resultaban seguros. Al traspasar la empalizada y el badén que rodeaban la plaza fuerte, los soldados vieron el espectáculo de un pueblo desolado por la guerra, el hambre, la reconcentración forzosa de personas de las zonas campesinas, el espinazo pegado al cuerpo por la debilidad y las dolencias, los ojos perdidos y las ropas hechas girones, las barrigas hinchadas por parásitos. En medio de ese espectáculo deprimente, la villa remediana tenía otro rostro, uno que estaba por comenzar en esos días y que —contradictoriamente— apostaba por la felicidad dentro de la desgracia, por la fiesta dentro de aquel lamento.

Era el mes de noviembre y los parranderos se dividían en dos barrios —El Carmen y San Salvador— para lanzarse a un combate simbólico y fraterno que alcanzaba cierta ferocidad. Se competía en tres elementos: carrozas, trabajos de plaza (monumentos de madera) y fuegos artificiales. Además, se organizaban coros, se empinaban papalotes enormes en la calle Amarguras, se hacían bromas en ocasiones pesadas y de mal gusto y —por encima de todo— prevalecía la bulla. Ese año las autoridades españolas habían prohibido las fiestas porque les parecía que tanta felicidad no hacía honor a los caídos en nombre de la corona. En el pueblo, se sabía quiénes estaban de parte de España porque ponían —en ese tiempo de chanza y parrandas— un crespón negro en la puerta en señal de luto. Los militares habían ocupado la Ermita de San Salvador en el norte de la villa —donde alrededor de 1820 comenzaron las parrandas— y la transformaron en un almacén de armas, pólvora y otras municiones. A la vez, allí se le rendía culto a la Virgen de la Covadonga y a Santiago, los santos protectores del dominio de España. Un bando, puesto en una de las puertas de la Iglesia Mayor en la Plaza Isabel II, decía que por decreto del Ayuntamiento quedaban suspendidas las parrandas.

“¿Y tan importantes son esas fiestas?” dijo desde un camastro del Hospital La Tasa, quien fue llevado allí para una operación de urgencia y estuvo convaleciente tres semanas. “Usted no sabe cuánto, aquí hay personas que aguantan el hambre, pero serían capaces de darle candela a todo si no oyen sonar un cencerro”, respondió el Dr. Facundo Ramos, quien ejercía como Jefe de Sanidad en Remedios y se ocupaba de pasar revista a los heridos por orden directa de las autoridades locales. Ramos y la Tasa hicieron una amistad casi instantánea. Al muchacho le encantaban las historias que —en torno a la villa— le narraba el doctor que ya llevaba décadas viviendo en lo que él llamaba con cariño su “modesta casita remediana”. Poco a poco, según pasaban las semanas, Francisco La Tasa desarrolló curiosidad y empatía hacia los habitantes hambreados, con los zapatos descosidos o descalzos, de esos barrios parranderos. No le parecieron enemigos, no tenían rostros feroces, no había en ellos ninguna intención malsana más allá de celebrar por las calles con sus faroles, banderas y bullas.

“Bienvenidos a la plaza militar de Doña Isabel II”, dijo aquella mañana el oficial español que comandaba a los militares destinados en Remedios. Era un hombre de unos aproximados cincuenta años, con un acento marcadamente peninsular, bigotes grandes y blancos, uniforme impecable. “Desde hoy sois hijos de la muerte, nada ni nadie podrá sacarlos de aquí a menos que salgan sin vida o presos”, les aseguró en un tono amenazante. El oficial les explicó que en esos meses las órdenes consistían en mantener el dominio en la ciudad e impedir cualquier manifestación de lo que él llamó indecencia pública. Acto seguido pasó a criticar las parrandas como maromas de negros y criollos incultos, cuya falta de respeto hacia la guerra había que reprimir. En las palabras del español, Remedios era más propiedad de la corona que de los mismos nacidos allí y por ende no iba a haber ningún tipo de compasión hacia quienes andaban por las noches en las calles con los cencerros en las manos.

En la Ermita de San Salvador estaba un grueso de los guardias de la ciudad. Allí fue colocado La Tasa quien —fusil en mano— hacía sus turnos alrededor de un fortín de madera improvisado en medio de una explanada que antecedía al templo. La iglesia era una nave sencilla, con techo a dos aguas, nichos en su interior que estaban vacíos y un altar más bien feo y tosco. Sin embargo, allí, hacia 1822 ejerció como sacerdote Francisco Vigil de Quiñones, quien —para despertar a los remedianos en las madrugadas de misa de aguinaldo— inventó unas partidas de niños bullangueros y eso dio paso a las parrandas. “Maldito sea el cura hereje” sentenciaba el viejo oficial español, mientras se persignaba, delante de la imagen de Santiago, “por su culpa tenemos que vigilar a esta chusma maloliente en estos meses de jolgorio”. La Tasa, en cambio, pensaba que quizás, si España hubiera entendido mejor las tradiciones, el sentimiento y los anhelos de los criollos, no hubiera habido alzamiento, ni guerra, ni matanzas. A fin de cuentas, las parrandas no estaban metidas en la política y cualquier persona —creyente o no, proespañola o insurrecta— podía participar. Eso le contó su amigo el Dr. Ramos.

Precisamente, cuando estaba de descanso, Francisco la Tasa Aldavés cogía por la calle Ánimas hasta llegar a Amarguras. En una esquina, estaba la “modesta casita remediana” del Dr. Facundo Ramos. Era un palacete de dos pisos con balconaje sencillo y puertas enormes con sus postigos. Allí lo esperaba el médico, que además ejercía como escritor y periodista. Ramos había fundado la mayoría de los periódicos de Remedios, además, llevaba años historiando los orígenes de la urbe, sus leyendas, sucedidos, anécdotas. En la consulta que sostenía, los más viejos habitantes no solo hablaban acerca de dolencias y padecimientos, sino de lo que pasaba en la villa siglos atrás y que la oralidad había preservado. De esa forma, La Tasa se enteró de las causas verdaderas de las parrandas. “Era el anhelo popular por la felicidad en medio del silencio, el fanatismo religioso y la falta de futuro de una colonia empobrecida”, le contaba Ramos, mientras ambos bebían café y desmenuzaban esos temas.

Ramos había llegado desde Madrid —donde estudió medicina— luego estuvo un tiempo en La Habana y se hizo amigo del dueño del Teatro Payret. Allí pudo ver las primeras muestras de criollismo en las obras bufas que mezclaban las ocurrencias del negrito, el chino, la mulata y el gallego. Cuba le parecía un país que —aunque sufrido, lleno de heridas, sin libertad— no paraba de reír y eso era entrañable. En la “modesta casita remediana” no había símbolos de España. Ciertamente, tampoco estaban la bandera de Céspedes, ni la de Narciso López, pero, pasando el comedor, cuando se iba hacia el patio rodeado de jardineras con flores, saltaba a la vista un escudo. No era un león peninsular, ni el aspa de Borgoña, no figuraba allí un aguilucho con las columnas de Hércules. Se trataba de un sencillo óvalo con tres islas, cada una con una palmera y enlazadas por una cinta con la inscripción: Unión Invencible. “Sencillo, pero elocuente, ¿verdad”, dijo Ramos deteniéndose delante del escudo, “este es el blasón de Remedios, se desconoce su autor, pero se puede decir que representa mi única y auténtica patria”.

Aquella noche los militares españoles estaban esperando que se iniciaran las partidas de parranderos y se habían apostado en las cuatro esquinas del centro de la villa. La Tasa había caído en una avanzadilla que se hallaba en la Sociedad la Tertulia. Desde allí, a través de las ventanas, se podía atisbar hacia la plaza. Unas antorchas colocadas en las paredes apenas iluminaban la noche. Los faroles de aceite se habían apagado a exprofeso para sorprender a los parranderos. Sin embargo, pasadas las doce, no se notaba cambio alguno y los solados respiraron aliviados. Hacia las tres de la mañana, un ruido comenzó a surgir del sur, hacia el callejón de La Pastora. Los parranderos —si bien estaban advertidos de que caerían presos— salieron y llevaban las banderas de los barrios en alto. Con luces de bengala y cencerros, tambores, fueron hacia el centro de la villa en gesto de desafío.

A la señal de combate, los soldados salieron de sus escondites con las bayonetas caladas. Hubo choques de sablazos contra machetes, empujones, golpes; los españoles proferían ofensas y los criollos les mentaban las madres. En medio de la refriega, uno de los parranderos gritó “¡Viva Martí!”, lo cual provocó la furia del oficial español que comandaba la operación. Esa noche durmieron en el cuartel todos los apresados. Niños, mujeres, ancianos, personas débiles, algunos jóvenes; todo un elemento social que transpiraba tristeza y que solo había querido un poco de felicidad. Al verlos, La Tasa recordó las palabras de Ramos. Le tocaba la guardia de una de la mañana a tres, así que estuvo todo el tiempo cerca de los prisioneros y pudo escucharlos toser en medio del frío, como si estuvieran muy enfermos. Ya al filo de las dos y media, movido por la compasión, abrió la celda y los conminó a escapar. Aún con la desconfianza en el rostro, los parranderos corrieron calle abajo en la oscuridad. Luego Francisco disparó al aire y despertó al resto, diciendo que los criollos habían forzado la puerta y no pudo detenerlos. De esa forma, se salvó de ser inculpado.

“Hiciste lo correcto, pero debes cuidarte, en mi casa como puedes ver no guardo símbolos de los rebeldes, ni en mis escritos opino sobre política, todo el tiempo intento lograr la unidad entre las personas mediante la cultura”, le comentó la tarde de aquel día el Dr. Ramos. También le dijo que —gracias a sus artículos en la prensa— los barrios El Carmen y San Salvador renunciaron a la frontera en la calle Amarguras, por donde pasaban las procesiones, y se adoptó la de Pi y Margall. “De esa manera no solo los territorios de ambos bandos se hicieron más equitativos en extensión, sino que cambié un punto de referencia católico y religioso por otro que lleva el nombre de uno de los impulsores del republicanismo en la península. Cosas de intelectuales”. El Dr. Ramos era una enciclopedia, podía disertar lo mismo de estos temas locales, que sobre cuestiones distantes. Era el típico hombre orquesta de una comunidad, la persona de confianza que se encargaba de todo, desde lo más ilustre a lo más pedestre. Poco a poco, La Tasa lo fue viendo como un padre y a veces le llevaba regalos: piezas antiguas halladas durante los patrullajes por los ingenios abandonados, restos de libros chamuscados de las bibliotecas que fueron víctimas de la tea incendiaria en las haciendas. Casi la mitad de la casa del Dr. Ramos estaba ocupada por documentos raros. El resto de la vivienda era un sencillo mobiliario de caoba y unos candelabros colgados del techo.

Los enfrentamientos entre los miliares y los parranderos siguieron. La Tasa recordaba —además de los rostros enfermos de los prisioneros— el de una chica que le llamó la atención entre ellos: Lucía. Supo su nombre porque los demás no paraban de mencionarlo. Era como el centro de conspiración, la líder de aquella partida de revoltosos. Su cabello era castaño, la piel trigueña y los ojos miraban desde una profundidad sensual y femenina. Había una fortaleza en el plante de aquella mujer joven que le daba el toque perfecto de beldad y atracción. La Tasa supo que ella vivía al final de la calle de la Fragua, junto a una caballeriza que pertenecía a su padre. Lucía, en los meses de parrandas, casi nunca paraba en su hogar, sino que se los pasaba en las casas de trabajo haciendo figuras con papel y pegamento, cocinando o hirviendo el agua para el chocolate caliente. Le decían Lucía la Sansarí, porque su fanatismo por el barrio del gallo no conocía límites.

Durante la guerra, los parranderos llegaron a ser en Remedios tan mal mirados como los conspiradores mambises. Se les trataba de insensibles, de demonios y herejes. Francisco La Tasa —quien ya estaba bien informado por sus charlas con el médico— era el único soldado español que sentía plena identificación con los remedianos. Varias discusiones hubo con sus compañeros de armas al respecto, en las cuales se le trataba con los motes de traidorzuelo, vende patria y bijirita. “Soy tan español como ustedes, pero recuerden qué hizo el Cid con los invasores musulmanes. A nadie le gusta vivir ocupado por otra potencia, debemos respetar sus costumbres”, respondía La Tasa.

Entretanto, la guerra iba mal para España y los Estados Unidos habían entrado en la contienda con un parque de armas superior en tecnología, una escuadra de buques con mayor capacidad de fuego y una élite política ambiciosa por demostrar el poder de la naciente potencia anglosajona. El discurso de la prensa integrista española se hizo más católico, más recalcitrante y cualquier muestra de flaqueza era motivo para hacer acusaciones de simpatía por los yanquis o hacia la doctrina protestante (vista como un pecado proveniente del norte).

Cuando ya se estaba en los primeros días de diciembre, las partidas de parranderos adoptaron una táctica de supervivencia. Salían por las zonas de la ciudad en las cuales no había guardia. Se trataba de las calles más oscuras, más apartadas. Además, organizaron un sistema de alertas por si venían las tropas poder escapar. De todo esto estaba enterado el oficial español de la plaza de Remedios, gracias al servicio de inteligencia que había penetrado las filas de los parranderos. Por ello, se llevaba tiempo ideando en el cuartel un contragolpe para apresar a los criollos y —ahora sí— organizar sus deportaciones a la Isla de Fernando Poo.

La Tasa —al tanto de la operación— decidió ir a darles el aviso a los criollos. Primero llegó a la calle de la Fragua, donde no vio señales de Lucía, ni del padre. Luego, preguntando en cada esquina, dio con la casa donde se decía que eran los trabajos del barrio San Salvador. Tocó la puerta, silencio, insistió, entonces lentamente se produjo una abertura y salió el rostro de una anciana. “Aquí no vive nadie más que yo y no me meto en política”, dijo la mujer. Francisco La Tasa —al tanto de que allí se usaban esas tácticas para despistar a las autoridades— le explicó que debían confiar en él, que venía a avisarles de algo de gran trascendencia. “Déjalo pasar”, se oyó desde adentro una voz masculina, era Tantera, uno de los jefes del barrio, quien ordenó que el intruso hablara. Puestos todos por enterados de la operación de los españoles gracias a Francisco, decidieron esa noche no salir y realizar en cambio un contrachequeo para ver si era verdad que las autoridades preparaban un golpe. Tantera les recordó a los demás que —gracias a este muchacho— pudieron huir del cuartel. Y eso era una muestra de que en él se podía confiar.

Varios criollos dieron sus vueltas por las esquinas de la villa y se pudo constatar que —en efecto— la guardia militar se había reforzado. Ello le dio mayor credibilidad a Francisco La Tasa entre los parranderos. Poco a poco, además, “el Soldaíto”, como le comenzaron a llamar, se hizo amigo de todo el barrio y fue tratado como un sansarí, como un miembro más de la partida de bullangueros. Él les conseguía chocolate para las madrugadas de trabajo haciendo las piezas de las carrozas, llevaba de un lado para otro la pólvora de los fuegos —nadie iba a sospechar de un soldado español— e incluso era quien servía de enlace con el exterior de la villa donde se compraban los insumos para las parrandas. Desde que “el Soldaíto” formó parte del grupo, nunca más una operación de las autoridades contra los criollos tuvo éxito. Él filtraba todos los planes.

España perdió la guerra. En Santiago, la escuadra del Almirante Cervera fue barrida. La ciudad oriental además resultó ocupada por los norteamericanos. Era evidente que habría una transición aún no se sabía si hacia la independencia o una nueva forma de coloniaje anglosajón. Esa navidad del año 1899, ya con los mambises en Remedios, quienes entraron con el General Gómez a la cabeza; se organizaron las parrandas que tantas veces se pospusieron por estar proscritas por la corona. Los Mayores Generales Carlos Roloff y Francisco Carrillo se implicaron en las fiestas, en especial este último, quien desde joven había participado en las partidas de parranderos. En la Sociedad del Casino Español, se produjeron actos de conciliación entre criollos y peninsulares. Ambas banderas, la rojigualda y la de Narciso López, se izaron a la entrada de dicho recinto en señal de unión. El propio Gómez profirió discursos en toda la comarca llamando al perdón entre vecinos. Sin embargo, los soldados españoles ya estaban a punto de partir rumbo a Cienfuegos, donde los esperaban los barcos para su retorno. A la alegría del fin de la guerra se unía la derrota, por lo cual se podía respirar entre los perdedores un aire agridulce. En los oficiales, el mal humor, en la soldadesca, la felicidad del regreso.

“El Soldaíto” vio cómo esa madrugada del 25 de diciembre de 1899, a las doce de la noche e iluminada por antorchas, una figura que representaba a Cuba rompía las cadenas en el trabajo de plaza de San Salvador. La chica que hizo dicha actuación fue Lucía, a quien el joven no había tenido el valor de hablarle, a pesar de sentirse atraído. “¿Viste cómo el arte popular sabe elegir el momento para abordar la política?”, le dijo a su lado el Dr. Ramos, cuando se produjo el descubrimiento del trabajo de plaza. Francisco durmió una o dos horas en el cuartel y a la mañana se subió al tren que los llevaría al puerto, de ahí al mar y a las llanuras desnudas y pobres de Castilla. Los recuerdos de sus muchas salidas junto a los parranderos, la bandera de San Salvador con su gallo blanco y sus colores rojo y azul, los ojos de Lucía y las luces de los fuegos lo iban atormentando según pasaban los árboles y los potreros y el tren se alejaba de Remedios. Entonces, de un tirón y en medio de la sorpresa de los demás, se lanzó, dio varias vueltas en la hierba seca, sintió cómo se daba un golpe en el brazo que tuvo herido.

Francisco La Tasa Aldavés, “el Soldaíto”, caminó trastabillando de dolor hasta la villa. Lo vieron venir de lejos unos parranderos y lo metieron por un atajo hasta la casa de trabajos del barrio, donde se le asignó una hamaca cerca de donde se guardaban las banderas y los cencerros. A los pocos días, aún adolorido, salió con los sansarices e improvisó una despedida de duelo simbólica hacia el barrio rival, trepado en uno de los barriles que venían con vino de España. Un momento simbólico, en el cual el peninsular exaltaba el criollismo encima de un elemento de su patria originaria.

Cuando el Dr. Ramos lo vio venir, no mostró sorpresa, solo una sonrisa cómplice. Le pidió al “Soldaíto” que lo esperara en la sala, porque estaba atendiendo a una paciente. A los pocos minutos, el médico salió junto a Lucía y ambos saludaron al antiguo soldado de España. “Creo que ya conoces a Cuba, digo, a la actriz que la interpretó”, dijo el Dr. Ramos guiñando un ojo. Esa tarde, los tres, la pasaron conversando y bebiendo café debajo del escudo de Remedios. De ahí saldría la unión de Lucía y Francisco en matrimonio, además de otras tantas conspiraciones parranderas. Por muchos años, “el Soldaíto” siguió usando el traje militar para recordarle al mundo su origen y cómo, por amor, había elegido transformarse en remediano para el resto de su vida.


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Mauricio Escuela Orozco

Periodista de profesión, escritor por instinto, defensor de la cultura por vocación


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