Cuentan que, en la madrugada del miércoles 29 de octubre de 2025, las campanas del Santuario Nacional Basílica Menor de Nuestra Señora de la Caridad del Cobre sonaban solas. No había misa, ni procesión, ni celebración alguna, ni el murmullo habitual de los peregrinos. Tampoco manos humanas las movían. Era el aire —desafiante, impío— de Melissa, azotando uno de los sitios más sagrados y visitados de Cuba.
“Fueron horas de mucho estrés, incertidumbre y tensión, pero también de mucha fe”, recuerda el presbítero Rogelio Dean Puerta, rector del Santuario y párroco de la Comunidad Santiago Apóstol y Nuestra Señora de la Caridad del Cobre. La preparación había comenzado mucho antes: proteger bienes materiales y patrimoniales, reforzar estructuras y, al mismo tiempo, mantener la oración. “No podíamos descuidar lo espiritual, que nos sostuvo en todo momento”.
El amanecer reveló el alcance del embate. “El Santuario está en ruinas”, escribió Oscar Parada Pérez, coordinador de proyectos del Arzobispado de Santiago de Cuba. Y no era una metáfora. Más de 30 vitrales, luminarias, ventanales, carpintería, torres, muros, pintura exterior, mármoles, yeserías, el reloj del campanario, la capilla de las promesas y varias estatuas exhibían sus heridas abiertas.
Aun así, la imagen de la Virgen de la Caridad permanecía en su sitio, firme, como si hubiera esperado la tormenta sin retroceder un milímetro. Cachita seguía acompañando a su pueblo, el mismo que horas antes le pedía amparo, aferrado a la vida y a la esperanza.
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Los ciclones nunca llegan con bondad. Melissa, pese a su nombre apacible, fue implacable. Primero la llovizna leve, un aire tímido, casi burlón. Luego, la furia desatada. La madrugada se volvió interminable: techos volando, el río creciendo con una rapidez inédita, árboles tronchados, tanques que crujían, ventanas y puertas agitadas como si fueran a desprenderse.
En esas horas, el tiempo se percibe distinto. Cada minuto pesa. Cada ruido es sospechoso. Es como si la naturaleza se empeñara en recordar lo frágil que es la vida ante su fuerza, como si no bastara con lo padecido en los últimos meses, en los últimos años. Sin embargo, entre el miedo, la oscuridad y la tormenta, solo se piensa en que amanezca. En que todo pase.
“Fue como un monstruo”, resume la cobrera Alicia Sayas, que a sus 69 años nunca había sentido un ciclón así. “Melissa se ensañó con nuestras casas. Yo tuve afectaciones y, como soy débil visual, la situación me agravó esa enfermedad: ahora veo menos”.
Su nieta, Lisbeth María, guarda en la memoria el derrumbe total de su hogar, el refugio en casa de su madrina y la labor temprana —casi instintiva— de ayudar a su padre a levantar otra vivienda con lo poco que quedó. Lo dice sin dramatismo, como quien entiende que reconstruir es, a veces, la única forma de seguir viviendo.
Para Luzaidis Vicente, de 62 años, “fue devastador, peor que Sandy en 2012”. Pese a las medidas previas, la estructura de su casa cedió en varios puntos. Y aun así, lo que más recuerda es la solidaridad entre vecinos: puertas abiertas, colchones compartidos, manos para resguardar lo imprescindible.
En otra zona del poblado, cerca de las minas, Geiser Ojeda vivió una versión distinta del mismo miedo. “El agua subió hasta la rodilla, las tejas volaban y el viento se aferraba a puertas y ventanas como si quisiera arrancarlas. Tenía siete evacuados en mi casa y entre todos sacábamos agua mientras la madrugada avanzaba sin promesa de alivio. Nunca había vivido algo así. Tratamos de mantener la calma, de no desesperarnos”.
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Tras el huracán, la respuesta fue inmediata. “Cáritas comenzó la ayuda inmediata”, explica el padre Dean Puerta. Se distribuyeron alimentos cocinados entre los más vulnerables y los que lo perdieron todo, y la planta eléctrica del templo sirvió para cargar celulares y lámparas, imprescindibles para las noches de oscuridad.
Además, se habilitó un servicio de consultoría médica para atender, diagnosticar y ofrecer vitaminas y medicamentos a quienes enfrentan una situación epidemiológica compleja. Las hermanas DJBP y Misioneras de la Caridad han estado presentes en la oración y en la escucha: consuelan, acompañan y animan.
El Santuario, aún herido, reabrió sus puertas para recibir a los peregrinos que llegan en busca de paz y esperanza. Los horarios se mantienen, aunque los espacios se ajustan para permitir el avance de las labores de rehabilitación.
La solidaridad atraviesa todo El Cobre. Familias que acogieron a otras familias; vecinos que compartieron lo que tenían; manos que ayudaron a guardar lo imprescindible. También llegó ayuda local, nacional e internacional con alimentos, medicinas, colchones, juguetes, materiales eléctricos y de construcción, tanques de agua y otros insumos vitales.
Pero la reconstrucción no es solo material. Hay que levantar el ánimo, restaurar el espíritu, y en eso la cultura ha sido bálsamo: cantantes, actores, actrices, magos y grupos danzarios han llevado su arte como refugio, como abrazo colectivo.
Mientras, instituciones trabajan en restablecer servicios, recoger escombros, evaluar daños y distribuir artículos esenciales. Entidades como la Oficina del Historiador de La Habana, la del Conservador de Santiago de Cuba y la Red de Oficinas del Historiador y del Conservador de las Ciudades Patrimoniales de Cuba coordinan acciones, con el propósito de rescatar un territorio de enorme valor histórico y espiritual.
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Melissa afectó unas ocho mil viviendas en El Cobre. Intentó arrasarlo todo, pero no pudo con la fe ni con la persistencia de un pueblo que limpia, recoge, ordena y se mira en silencio para no desfallecer.
Tal vez dejó algo curioso: desde muchos puntos del poblado, ahora puede verse el Santuario con más claridad. Quizás sea casualidad. O quizás, en medio del caos, la Virgen haya quedado más cercana, más necesaria.
El Cobre —como Santiago, como toda la zona oriental de Cuba— se levantará. No será rápido ni fácil, pero lo hará con dulzura, con cuidado, con la fuerza de la comunidad; con dedicación e inteligencia, virtudes que paradójicamente también encierra el nombre Melissa.
Sandy no se olvida. Melissa tampoco se borrará. Pero volverán los colores, los pregones, los piquetes soneros, el andar loma arriba y loma abajo. Porque Santiago es y seguirá siendo Santiago. Y su gente seguirá poniendo amor a las cosas feas, hasta hacerlas florecer. A veces —solo a veces— eso basta para empezar de nuevo.

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