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viernes, 4 de octubre de 2024

Los espejuelos detrás de aquel libro

En el día del bibliotecario cubano no dejemos en el olvido a quienes, sin estridencias ni títulos nobiliarios, nos han ayudado a llegar al lugar que ahora ocupamos...

Leticia Martínez Hernández en Exclusivo 07/06/2016
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No formaba parte de la escuela, al menos no del núcleo central de aquel casón de tejas rojas al que le había nacido, de pronto, un seminternado. Estaba al cruzar la calle, por cierto, una vía con doble sentido de tránsito, de las más concurridas de la ciudad, en aquella época de los noventa con bicicletas chinas que bajaban y subían como “kiupis” en un río.

De un lado la maestra, del otro la auxiliar, haciendo señal de pare, y entonces corríamos alborotados hasta el templo. Así le llamaba la profe Amarilis al lugar donde, repetía siempre, lo encontraríamos todos, incluso el aroma del almuerzo que se cocía cerca y se colaba entre los viejísimos anaqueles.

La biblioteca parecía un castillo de barajas, como los que no lográbamos levantar más allá del primer piso. Tenía el tamaño de un aula, de la que se sacaba el zumo a su espacio para “abrazar” cientos de libros. La primera vez fui buscando Negrita, aquel cuento hermoso de Onelio Jorge Cardoso que me enganchó para siempre al lugar del que me separaba solo una calle. Había una muchacha dulce, rubia, con espejuelos, que me tomaba de la mano, me paseaba entre los estantes y me enseñaba la fila que tocaba a cada letra.

La bibliotecaria no era una señora con canas, no usaba togas como las lechuzas de los cuentos, ni se las sabía todas, pero no había tarea que aquellos espejuelos detrás de los libros no lograran descifrar. Parecía que conocía el mundo, aunque, decía ella: “no soy yo, son los libros”. Desde entonces una fuerza extraña me atraía a todo lo que oliera a ellos.

Así fue más tarde en el preuniversitario, cuando la biblioteca nos salvó hasta del seminario más insólito y se convirtió, también, en el sitio en el que lo hayamos todo, incluso el primer amor cuando entre anaqueles se escapó algún beso, quien sabe si bajo la complicidad de la bibliotecaria Inés, la madre de todos aquellos chiquillos vestidos de azul, la que ayudaba también con la caldosa, la que hacía de árbitro en los juegos de voleibol, la que nos recitaba en el día de los enamorados, la que siempre se sacaba un libro de bajo la manga…

En la Universidad las cosas fueron cambiando y era de esperarse. Se hablaba de base de datos, de textos digitalizados, de códigos con barras. Parecía que había pasado un siglo desde la biblioteca de la casona de tejas. Sin embargo, detrás de las computadoras estaban otros espejuelos abriendo iguales caminos en la madeja cada vez más inmensa de libros.

Por eso este 7 de junio, que Cuba celebra el día del bibliotecario, no dejemos en el olvido a quienes, sin estridencias ni títulos nobiliarios, nos han ayudado a llegar al lugar que ahora ocupamos; a quienes nos abrieron el camino a los libros; a quienes nos rescataron entre tantos contenidos y hallaron el mapa correcto para salir de allí ilesos.

¿Cuánto de ellos habrá detrás del médico que esta mañana se empeñó en la cirugía más difícil de su vida? ¿Cuánto de ellos habrá en las palabras, siempre pertinentes, del abogado que salvó aquel caso? ¿Cuánto de ellos habrá en la madre que luego de ocho horas en la fábrica ayuda a sus hijos en las tareas? ¿Cuánto de aquellos espejuelos que me esperaron siempre detrás de cualquier libro habrá en cada una de estas letras?.


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Leticia Martínez Hernández

Madre y periodista, ambas profesiones a tiempo completo...


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