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domingo, 7 de diciembre de 2025

Sofía 

Por primera vez en muchos años, ambos barrios estaban unidos y no se escuchaban peleas...

Mauricio Escuela Orozco en Exclusivo 06/12/2025
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Carrozas de la primera mitad del siglo XX en Remedios.
Carrozas de la primera mitad del siglo XX en Remedios. (Archivo del Museo de las Parrandas)

Aquel año las rivalidades habían saltado por los techos de la villa, cayeron con estruendo a través de las lenguas de los vecinos que se lanzaban retos por encima de las tapias de los patios y más allá de las tendederas de ropas viejas y raídas que se lavaban con precariedad en las viviendas más humildes de Remedios. Esas frases se tornaron duras, casi inmóviles, reinaban en los diálogos comunes, aparecían en las charlas antes tranquilas de los barberos y que ahora eran como torbellinos repletos de tormentas. El Carmen y San Salvador —en una porfía que vino in crescendo a lo largo de décadas— se tornaron no solo rivales, sino dos visiones de la vida en la sociedad, dos polos enfrentados, cuyos miembros llegaban a mirarse con ojeriza. 

San Salvador había salido el día 8 de diciembre con un gavilán de madera —símbolo del bando contrario— al cual mataba ritualmente un cazador hecho de cartón que levantaba un fusil. Los vecinos coreaban con fanatismo las canciones del barrio mientras recorrían la calle de la Bermeja hacia abajo, dejando a su paso una nube de polvo colorado y de maldiciones de los carmelitas que los miraban desde las puertas de las casas y los postigos. El 15 de diciembre, El Carmen les respondió a los sansarices. Una columna de personas iba por la calle Ánimas hacia abajo, con un gallo de papel al cual quemaron en las inmediaciones de la casa del presidente del barrio adversario. Una vez más, se dieron choques de palabras, se lanzaron dicharachos y se ridiculizó al bando contrario mediante iniciativas entre grotescas y cómicas.  

En el año 1936 —o sea el anterior— ambos barrios se declararon vencedores, debido a que las obras que sacaron a la calle eran tan perfectas que resultaba imposible decantarse por una u otra. Los sansarices construyeron un faro con todo el decorado y el lujo posibles, las luces encendieron por la noche y llenaban la plaza con sus iridiscencias. El autor, Celestino Fortún, alcanzaba la consagración con dicha obra y se ganó el puesto de realizador insignia del barrio. El Carmen, en cambio, hizo una fuente luminosa que funcionó a la perfección combinando agua y bombillas de colores, pero —a la altura de las diez de la noche— se desató una ventolera. Pronto, el parque de Remedios estaba hecho un chiquero de charcos y fango y el choteo volvió a elevarse. Los sansarices salieron en una rumbita que se burlaba del contrario. Aquella afrenta no se había olvidado y para 1937 los ánimos estaban en su punto más alto. 

Carrozas de la primera mitad del siglo XX en Remedios.

Sofía acababa de cumplir los 16 años. Su belleza era tan apabullante como el amor que sentía por El Carmen. Desde niña en el seno de su familia se le inculcó el apego por la globa y el gavilán y ella aprendió las rumbas de desafío que se cantaban en las madrugadas de diciembre. A los diez años, era capaz de discutir acaloradamente con sus vecinos sansarices e incluso dejarles de hablar por largas temporadas. Se tomaba muy en serio la rivalidad. A los quince años, dejó clara su voluntad de salir como maniquí de vestuario en las carrozas. Por entonces, las mujeres más bellas de la ciudad se exhibían en la madrugada del 25 de diciembre sobre pequeñas piezas movibles que representaban alegorías. Se sacaban tres y la tercera era la llamada “de triunfo” por ser la mejor decorada, para la cual se había trabajado más. 

Sofía Loyola iba a lograr ese año su sueño y para ella se había invertido una alta suma de dinero, comprándole un vestido de algodón. El tema de la carroza era un Patio Andaluz, el cual estaba profusamente hecho con todos los detalles. La carroza se había realizado en secreto en uno de los talleres en los cuales El Carmen solía conspirar, situado hacia el final de la calle Nazareno. Ese año, no obstante, un hombre había venido desde muy lejos con un vaso de agua curando a los más pobres. En un pueblo donde escaseaban los recursos y la atención especializada, cualquier remedio milagroso hallaba asidero. El señor —a quien llamaban el Hombre de Dios— había dejado una terrible profecía. 

Con las ventoleras del mes de marzo de 1937, el Hombre de Dios apareció en los alrededores de la plaza. Colocaba su vaso de agua en una mesita y —mediante rezos— predecía las enfermedades y otorgaba curaciones con dicho líquido. Fueron hasta ahí personas con dolor de muelas, con infecciones, dolencias crónicas y no se sabe si en definitiva hallaron algún alivio, pero aquello no duró mucho. El curandero resultó detenido por la policía y durmió varias jornadas en la cárcel hasta que fue expulsado de la ciudad. No se sabe quién hizo la denuncia ni por qué, lo cierto es que —antes de irse— el Hombre de Dios emitió una profecía que amenazaba a Remedios con el fuego consumidor salido de las entrañas mismas de la villa. Quienes lo vieron por última vez, dicen que el polvo colorado del camino parecía elevar una nube a su alrededor hasta casi llevárselo cargado. Mito o realidad, la maldición fue repitiéndose y cuando llegó diciembre muchos no osaron tocar ninguno de los petardos y los fuegos artificiales de las fiestas por miedo a algún tipo de accidente. No obstante, siempre habría fanáticos que —por encima de las predicciones y los miedos— se meterían en las áreas de tiro para lanzar con atronadora alegría los cohetes de la Nochebuena.  

Los más viejos unieron la profecía del Hombre de Dios con la de los demonios del siglo XVIII. La memoria de los exorcismos llevados adelante en la villa permanecía intacta, así como las palabras de Lucifer, a quien el padre José González de la Cruz sacó del cuerpo de la esclava Leonarda. Según la tradición, si Remedios no se mudaba, legiones de seres oscuros hundirían la población en las calderas del infierno. Las monjas se persignaban en misa cuando los feligreses recitaban esas letanías en los bancos de la Iglesia Mayor. El sacerdote llamaba a la calma, pero advertía sobre los peligros de las fiestas diabólicas, que pervertían la moral de las chicas. En esas diatribas estaba la familia de Sofía, entre permitir que la niña cumpliera su sueño o caer en boca de las viejas católicas para quienes salir en una carroza era una traición, un suceso que rendía culto al paganismo y que alejaba a la muchacha de Dios. 

Aquella tarde, Sofía salió de las clases en el Instituto y —al doblar la esquina— se encontró con dos de esas damas católicas, quienes la interpelaron con los epítetos de pecadora y rebelde. “Lo que haré será por defender al Carmen” respondió la chica, con un gesto de desafío. Y no solo eso, sino que se encaminó a la casa de vestuario para probarse el atuendo que luciría en la noche de las parrandas. 

Sofía no solo había entrado en contradicción con la sociedad católica más rancia, sino con personas muy queridas por ella. Su mejor amigo, Frank, un chico de su edad, era un fanático del barrio contrario y de hecho iba a salir como maniquí en una de las tres carrozas de los sansarices. Cada vez que llegaba este tiempo, ambos se dejaban de hablar, apenas se comunicaban de lejos con miradas. Entre ellos, además, había comenzado a surgir algo más que en la ingenuidad adolescente no podían determinar, pero que les hacía sentirse especiales cuando estaban cerca. A lo largo de décadas, matrimonios se habían roto por culpa de las parrandas, hermanos se pelearon de por vida, amistades se terminaron. La tradición era tan hermosa como terrible, casi al punto de que resultaba hasta mejor vivirla desde afuera que implicarse. Tanto los sacerdotes católicos como los pastores protestantes de la villa comenzaban a lanzar sofismas de censura hacia las parrandas desde el mes de septiembre, a las cuales tildaban de fiestas paganas y costumbres salvajes. 

Sofía llevaba uno de los trajes principales. Parada delante del espejo en la casa de vestuario, su cabello largo y su piel lucían más hermosos cuando la ceñía el vestido típicamente español. La belleza virginal, ingenua, de la niña se mezclaba con la explosión de la juventud, con ese ímpetu de la edad. La risa la invadía cada vez que se imaginaba ahí arriba de la carroza, en la gloria carmelita de su amado barrio, con la bandera de un lado y el gavilán de otro. No había para la muchacha nada más especial, ese sueño era la felicidad. 

A la salida de la casa de vestuario, vio a lo lejos a Frank, quien desvió la vista y tomó por otro callejón para evitarla. Sofía tenía la esperanza de que —luego de las fiestas— ambos se invitaran a tomar un helado y todo condujera a la reconciliación. El Carmen estaba ya montando los trabajos de la plaza. En una esquina, justo colgando de la torre de la Iglesia Mayor, colocaron una inmensa bandera carmelita. Ese año hicieron un faro que tenía más altura que el del año anterior de San Salvador y mayor cantidad de luces. Era un intento por opacar la obra de Celestino Fortún. “Los vamos a enseñar a hacer trabajos de plaza” decían los parciales del gavilán hacia los del otro lado. Los sansarices habían colocado un quiosco oriental con una exquisita decoración. De menor altura, pero con mayor detalle, esta pieza se inmortalizó por una fotografía que los parciales se tomaron junto al trabajo enarbolando su bandera del gallo. En los portales, junto a los vendedores de cientos de chucherías y de productos artesanales; la gente discutía, se armaban barullos, había choques entre feroces y amistosos. 

El padre de la Iglesia, al ver pasar a Sofía, la llamó para advertirle que estaba a punto de cometer un pecado por subirse a la carroza del Carmen. Ella, con cierto desdén, le respondió: “Descuide, que aquí en Remedios, hasta San Juan es parrandero”, refiriéndose al santo patrono de la villa que figuraba en lo más alto del templo católico con el brazo levantado en señal de bendición. Un grupo de muchachos se echó a reír al escuchar el debate y una anciana con un mantón negro les recriminó en un tono autoritario, para luego persignarse. 

En horas de la tarde de ese 24 de diciembre una ventolera colorada levantó montones de polvo alrededor de la plaza, llenando los trabajos de una costra dura de churre. Las personas recordaron la nube que se llevó al Hombre de Dios y dijeron que el augurio no era bueno. Una vieja vendedora de dulce de coco recogió su timbiriche y se fue hacia su casa en las cercanías de La Laguna. Los perros estuvieron ladrando alrededor de la glorieta hasta casi la noche. Finalmente una trompeta del barrio San Salvador anunciaba la salida. Los vecinos, vestidos con atuendos rojos, con un gallo blanco en lo alto; caminaron junto a una banda de músicos. Una pieza de fuego estalló en la raya que marcaba la frontera de la plaza. Allí, el trabajo comenzó a encender y pronto la pagoda asiática era un crisol de colores. Varios niños se subieron y bailaron dentro. La evolución del barrio fue un éxito. 

El Carmen, que le tocaba ir de segundo, partió de su callejón de La Pastora. Enarboló una colección de banderas nuevas. El gavilán, con toda su ferocidad, iba adelante. Detrás estaban la banda de músicos, la pirotecnia y los fanáticos. Casi con la fuerza de una ventolera carmelita se hicieron con el control de la plaza. Los de San Salvador los miraban con gestos hostiles desde el portal del restaurante La Joven China. Uno de los integrantes de la directiva del Carmen se trepó encima de la pagoda sansarí y ondeó la bandera. El suceso casi termina a golpes, la policía intervino y los barrios se separaron cada uno a su lado de la plaza. Los ánimos estaban caldeados. Tanto uno como otros estaban haciendo una parranda perfecta. 

Sofía, en la casa de vestuario, seguía las noticias que le llegaban a través de los que venían de la plaza. Estaba ansiosa por salir porque se sabía que la carroza del Patio Andaluz no iba a poseer rival. A lo lejos los fuegos artificiales y los cohetes resonaban. Los tambores eran un eco de voces múltiples que se tornaban por momentos un rugido único. Hasta el espejo en el cual la muchacha se miraba temblaba un poco por las vibraciones de la música y los petardos al explotar. Remedios estaba llena de personas de todos los lugares. Los ómnibus habían aparcado en las vías aledañas, bloqueando el paso. Los puestos con vendutas también eran una serpiente que rodeaba las calles de La Mar, El Carmen y El Paradero. La niña, con los ojos brillantes de emoción, terminó de vestirse y se colocó en uno de los portones de la casa para ver de lejos el tableteo de los fuegos que en ese momento lanzaba su barrio. Para ella, como para el resto de los carmelitas, ese año 1937 se iba a lavar la afrenta al trabajo de plaza de la fuente. Se trataba de una cuestión de honor parrandero. 

“Ya es hora”, dijeron desde el pasillo y un auto llevó a Sofía y las demás muchachas hasta el centro, donde las esperaba la carroza. Un arco, unos motivos andaluces y una ambientación de lujo completaron el cuadro para una victoria perfecta. Cuando la trompeta del Carmen sonó, la carroza inició su recorrido entre los vítores de la gente. La pieza doblaba sin problemas por las esquinas de la plaza, se encaminaba por el estrecho pasaje entre el parque y la Iglesia y —justo en ese instante— una explosión en el cielo dejó ciega a Sofía. Ella que iba sonriente, se tornó un halo de luz, su silueta se fue perdiendo para los demás, se confundió hasta desaparecer. 

El gavilán, que se había mantenido en alto, fue al suelo y unas manos salieron de entre la multitud para agarrar a la muchacha. A esas manos se unieron otras que trataron de apagarla. El vestido era de algodón y la chispa había caído sobre dicha tela. Casi inconsciente, Sofía apenas podía respirar, ahogada por el humo y el dolor de las quemaduras. La fiesta se detuvo en un grito de terror multiplicado cientos de veces por las esquinas, hasta los callejones más apartados. 

La ambulancia la llevó hasta el hospital de la ciudad, donde se esperaba hacer la remisión para Santa Clara, pero la muchacha llegó casi muerta. En la camilla y con el resuello cortado decía una frase casi inaudible: “Viva El Carmen”. La repitió mientras tuvo fuerzas. Sus ojos se cerraron ante el nerviosismo de los médicos que no lograban sacarla de ese estado. La lengua se detuvo. Una sombra pasó entre los presentes, silenciosa, y fue a esconderse en un rincón hasta que desapareció. La niña había fallecido y los gritos de la familia fueron descritos por años como uno de los sonidos más tristes que se oyeran en la ciudad. A un lado del parque, el Patio Andaluz en llamas quedó detenido. La imagen triste del sepelio de la niña fue repetida por la prensa de la época. Una mártir de las parrandas, un ser que lo dio todo por su barrio. 

Entierro de Sofía Loyola

Entierro de Sofía Loyola (Archivo del Museo de las Parrandas)

San Salvador llevó su bandera a media asta y la colocó al lado de la del Carmen. Por primera vez en muchos años, ambos barrios estaban unidos y no se escuchaban peleas. El gallo y el gavilán escoltaron el féretro pequeño hasta el cementerio y con gesto incrédulo se tocó un réquiem por una de las muchachas más llenas de vida de Remedios. 

Entierro de Sofía Loyola

Cuando todos se retiraron y la tumba quedó sola, el silencio impuso su reinado sobre aquellos sucesos. Sin embargo, en la puerta del cementerio, un muchacho flaco, llorando sin control, vino con una flor y estuvo un largo tiempo al lado del lecho mortuorio. Nadie sabe qué dijo, pero movía los labios como conversando. Ese joven era Frank, quien nunca se casó y guardó hasta el fin de sus días una foto de la niña en su bolsillo en la cual tanto el cabello largo y sedoso como la piel blanca y lozana eran eternos más allá de la ventolera del destino y de la maldición del fuego.


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Mauricio Escuela Orozco

Periodista de profesión, escritor por instinto, defensor de la cultura por vocación


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