Este texto lo proyecté releyendo un ensayo de Zygmunt Bauman publicado en 2017 en El Caimán Barbudo. En un espacio-tiempo sin ruidos, más fértil para degustarlo, sacarle luces con las que afilar la mirada y explicar ciertos fenómenos de una cotidianidad cada vez más estructurada por la racionalidad neoliberal, cada vez más embebida por la “modernidad liquida”. Fue en un espacio-tiempo libre de “reparto”, de esa merca-música con que me bombardean desde la cera del frente, desde el bicitaxi que pasa por la esquina, desde los altoparlantes que campean en los parques, en las guaguas y en los almendrones...Para explicármelo con las metáforas y los conceptos del sabio nacido en Poznan, Polonia, el 19 de noviembre de 1925.
Se trata de un extenso fragmento de su libro Los retos de la educación en la modernidad líquida. Allí, al inicio, Bauman se refiere a unas observaciones de Carolina Mayer y al cambio operado en la sociedad contemporánea en cuanto a la significación y valoración del tiempo. En su artículo, la Mayer cita al profesor David Shi, de la Universidad Furman de Carolina del Sur: “Esperar se ha convertido en una circunstancia intolerable”. Shi apodó como “síndrome de la aceleración” a este nuevo estado de ánimo de los estadounidenses.
Bauman prefirió llamarlo “síndrome de la impaciencia” y plantea que esta patología moderna transmite el mensaje inverso al de Benjamin Franklin (“el tiempo es oro, dinero): el tiempo es “un fastidio y una faena, una contrariedad, un desaire a la libertad humana, una amenaza a los derechos humanos […]. El tiempo es un ladrón”.
Si como alude el filósofo polaco, Max Weber hablaba de la postergación de la gratificación como “la virtud suprema de los pioneros del capitalismo moderno”; los manipuladores de hoy consiguen el mismo éxito con otras estratagemas. Por un lado, han conseguido falsear la gratificación, al suplantar las necesidades por los satisfactores, la necesidad de arropar la piel con la “necesidad” de portar ropas de marcas o lucir como los famosos. Y por otro, fragmentar la satisfacción con gratificaciones instantáneas, mediante satisfactores efímeros y desechables, vertiginosamente desechados por estar “fuera de moda” o “atrasados”.
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De tal modo, el tiempo que media entre el deseo y la gratificación, como entre gratificaciones sucesivas, marca como un estigma a las personas, las posiciona en una escala jerárquica. “El emblema de privilegio (tal vez uno de los más poderosos factores de estratificación) es el acceso a los atajos, a los medios que permiten alcanzar la gratificación instantáneamente”. “El ascenso en la jerarquía social se mide por la creciente habilidad para obtener lo que uno quiere (sea lo que fuere eso que uno quiere) ahora, sin demora”, resume Bauman.
Para las masas que padecen el “síndrome de la impaciencia”, “el tiempo es un ladrón” y el paso del “tiempo presagia la disminución de oportunidades que debieron cogerse y consumirse cuando se presentaron”. “En nuestros días, toda demora, dilación o espera se ha transformado en un estigma de inferioridad. Como dice The Offspring en su tema “Americana”: “I want it right now ‘cause my generation don’t like to wait!!” (Lo quiero ya mismo porque a mi generación no le gusta esperar).
Vivimos en una sociedad cada vez más liquida, siempre cambiante y sin compromisos con ninguna institución o estructura social. Es esa dilución constitutiva la que obliga a los individuos a formar una identidad personal, social y política construida por medio de accesorios, “premios de consolación”, que suministra el dios Mercado; según los modismos de la nueva era”: comida y música rápida, fast food y hits.
La música, como otras manifestaciones de la cultura ha sido sometida al proceso de licuefacción. Una tendencia manifestada en varias dimensiones. “El musicar” se ha alejado cada vez más del ritual colectivo, de las danzas circulares hacia el consumo individual y aislado, por los auriculares. En cuanto a su soporte ha pasado de lo físico a lo intangible; del vinilo, al casete y al CD, para terminar en los formatos digitales.
La aparición de las plataformas de streaming ha cambiado la experiencia de escuchar la música, en discos, ordenadas intencionalmente por el artista. Los consumidores pueden empezar desde el final o en medio; decidir qué canciones escuchar y cuáles descartar, tirar en el olvido. Esta accesibilidad instantánea ha hecho que los tiempos de apreciación se acorten. Si antes escuchábamos un disco de vinilo durante una tarde, ahora pasan por nuestro reproductor diez discos, someramente escuchados, para hacer una playlist y borrar la mayoría.
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Para Hanna Arendt la característica principal de las obras de arte era su trascendencia, que sigan evocando las mismas emociones no importa los años que transcurran. Sin embargo, en los artistas de la era líquido-moderna se ha venido diluyendo el interés de crear un álbum memorable que cuente historias y evoque las emociones más profundas, que quede plasmado en la memoria de las personas. Lo suyo es el éxito del momento, un “palo” que aparezca en las listas que se estructuran según los indicadores de ventas.
Lo que importa es “pegarse” y “facturar”; como las demás mercancías, la música no es producida para toda la vida sino para “usar y tirar”. Aquella aspiración de legar una obra trascendente quedó aplastada por el consumismo. Se busca lo más fácil, un single y un video que enganche desde los primeros segundos para generar reacciones. Estrenar todas las semanas, hacer y hacer temas con algún beat o coro pegajoso, para ser recordado durante algunas semanas hasta que otro hit lo sustituya.
Los referentes sólidos, los criterios estéticos que calificaban a la música como arte se han ido sustituyendo por criterios que miden su valor de cambio, como mercancía sujeta a la fugacidad del tiempo. Se disolvieron los conceptos y los paradigmas, la axiología desde la que se significaban y valoraban las creaciones artísticas. Se licuó así el aprecio a la experiencia creativa, el respeto al proceso y la satisfacción por el logro de una obra de arte, meticulosamente concebida y armoniosamente concretada.
“Las letras ya no importan” se queja Residente en su último disco. Y aunque le dispare Afo Verde en uno de sus videos, no culpa al Presidente y CEO de Sony Music Latin-Iberia por el auge del lenguaje explícito en la música latina dominante.
Las corporaciones, así como asaltaron el poder político y lo desvincularon de un lugar físico han difuminado sus culpas. Las que cortan el pastel del entretenimiento, los mandamases que dictan las reglas de la distribución de la música y los videoclips, los que producen y reproducen los gustos de los consumidores, los que obligan a los músicos a cambiar su modos de vida y de crear, se han venido emplazando en la oscuridad más difusa. Pocos los responsabilizan.
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