Si alguna vez escuché su nombre en idioma chino o en español, no lo recuerdo, pero sí su lento andar cuando salía de uno de los cuarticos donde vivía en San Nicolás 517 para dirigirse hacia los alrededores del Capitolio de La Habana con un artefacto desconocido para las actuales generaciones que disfrutan de cámaras digitales o usan sus celulares para captar imágenes.
Nunca parecía tener prisa, pero lo cierto es que aquella mañana de alguno de los años iniciales de la década de los 60 del siglo pasado, no logramos alcanzarlo o quizás fue que no lo veíamos entre los transeúntes del barrio chino habanero.
Apenas llegamos a la entrada del Capitolio, lo encontramos mi mamá y yo abriendo al trípode y acomodando un par de pequeños maletines negros en un área donde al transcurrir los años supe que desde allí podía retratarse con el emblemático edificio capitalino como fondo.
Durante toda mi niñez estuve mirando de vez en cuando aquella foto que nos tomó “El fotógrafo” como lo identifiqué para siempre y que ya en 1968, cuando retorné a San Nicolás 517 había fallecido, lejos de su tierra natal china.
Sin darme cuenta, dejé de ver la foto que nunca he vuelto a encontrar, pero cuando oigo hablar de La Habana, de la Ciudad de La Habana, de la capital de Cuba, la capital de todos los cubanos, la urbe o Havana, evoco ese retrato con mi mamá delante del Capitolio de La Habana, y para mí, esa es La Habana.
Aquel emigrante chino, El fotógrafo, era uno de los tantos que ejercían ese oficio en la zona, y casi todas las veces que he hablado de que al pensar en La Habana me viene a la mente mi retrato delante de ese edificio, me dicen que los guajiros siempre iban a ese lugar a tomarse una foto como prueba de que habían estado en la capital o para conservarla de recuerdo de su estancia allí.
De todo esto escribí cuando Guillermo Lagarde nos daba clases de Técnica Periodística en 1969 en el edificio del periódico Juventud Rebelde cuando estaba frente al Capitolio.
El experimentado periodista devenido nuestro profesor en esos años, nos pidió que redactáramos libremente, salió y pocos minutos después regresó pidiendo una crónica de lo que viéramos frente al Capitolio.
Mi condiscípulo Alberto Martínez y alguien más que no recuerdo, protestaron porque ya habían iniciado un texto que nada tenía que ver con la nueva petición, a lo cual el ya desaparecido autor de la sección Desapolillando Archivos en el diario de la juventud cubana respondió: Esta es la lección de hoy, hay que estar preparados para escribir lo que nos pidan.
Afortunadamente, mi crónica tenía que ver con el nuevo tema, y fui el primero en entregárselo para que lo calificara. Nunca me dio su opinión sobre el texto, pero dijo: Cuando yo escribo algo, lo tiro encima de la mesa en la casa, y si nadie lo lee, ya sé que no sirve y lo vuelvo a hacer.
Siempre me quedé con la duda de si estaba mal escrito y por eso ni lo leyó, o si la otra lección que quiso darnos era la de tener un método para saber si teníamos que rehacer o no un material.
Hoy, con el pretexto del medio milenio de capital cubana me aventuré a tratar de reproducir aquella crónica indicada como tarea de clase, pero al revisarla, no creo que se parezca en nada a lo escrito hace ya tantos años en Prado y Teniente Rey, pero lo que sigue siendo igual es que evoco ese pedacito de la isla cuando escucho hablar de La Habana.
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