En un caserío como Casilda, habitado mayoritariamente por trabajadores y familiares, cuyo sustento dependía fundamentalmente del mar, fue todo un acontecimiento, a los finales de la década de los 50 del siglo pasado, la apertura de una cafetería dotada de un aparato que esterilizaba los recipientes con un vapor muy caliente antes de servir el humeante y oloroso líquido.
Siempre, el cliente recibía un vaso de agua bien fría aunque no hubiera pedido nada, y por lo general dejaba la propina: dos centavos, pues la tacita costaba tres, y solía pagarse con una moneda de cinco centavos conocida como “un medio”, aunque la regalía podía reducirse cuando se compraba también un cigarrillo.
Ese tipo de aparato era entonces común en las ciudades de mayor tamaño, como habitual era que con una peseta (20 centavos) podía adquirirse una merienda cuya envergadura podía extender la espera para un almuerzo o comida más fuerte.
Aquella cafetería, como otras de su tipo, dejaron de existir un par de décadas después, pero aun así los tres centavos que costaba beber una taza, y las monedas de un medio o una peseta para pagarla, persistieron en los recuerdos que afloraron ante la noticia de una herencia millonaria en Canarias. Los beneficiados pertenecían a una familia campesina asentada en una finca en la zona de La Fragua, cerca de Sancti Spíritus, cuyos parientes españoles comunicaron que les correspondía algo más de un millón de pesetas y podían recibirlas en la nación europea cuando desearan. Cuando indagaron, resultó que la millonaria cifra de la peseta que se usaba antes del Euro equivalía a unos pocos dólares, insuficientes para cubrir los gastos de un viaje de ida y vuelta de Tenerife a Cuba, por lo cual tuvieron que aceptar la invitación más para conocer a la familia que por razones financieras.
La confusión fue generada porque decir millonario era un calificativo universal para distinguir a los ricos, aunque en Cuba, sobre todo a partir de la Zafra de los Diez Millones en 1970, el término comenzó a torcer el rumbo hacia trabajadores de alta productividad que no precisamente rendían en millones sino en miles de arrobas de caña cortada.
A partir de las emulaciones de zafra se popularizaron los macheteros millonarios, decimillonarios; las brigadas millonarias, bimillonarias, trimillonarias, cuatrimillonarias, pentamillonarias...; trabajadores que como estímulo recibían efectos electrodomésticos, viajes turísticos por Cuba o países del otrora campo socialista y hasta vehículos que todavía circulan en algunos lugares y fueron bautizados como Moscovich cañeros.
Y como los tiempos cambian, a partir de este año 2021 decir que una persona tiene un cuarto de millón de pesos (del CUP que se quedó) significa que tiene 250 000 pesos, equivalentes a lo que gana un trabajador en poco más de dos años con salario máximo y alguna que otra adición por sobrecumplimientos.
Tengamos en cuenta que en la década de los 70 del siglo pasado había periodistas como Andrés de J. Fernández Madrigal que ganaban 168.50 y se consideraba que era altísimo el entonces existente salario histórico de cerca de 500 pesos de otros colegas.
Por aquellos días le llamaban millonario al que tenía algunos miles de pesos, pues un escalope de res a caballo en el Polinesio de los bajos del Habana Libre costaba 7 pesos, para alojarse en ese hotel eran suficientes 10 pesos y con cinco centavos la ruta 132 (con menos paradas que la 32) llevaba al pasajero desde la Estación de Ferrocarril hasta el antiguo Coney Island, una copia de una instalación de EE. UU., rebautizado en estos tiempos como la Isla del Coco.
A partir de este primer día del inicio de la tercera década del siglo XXI no solo debieran cambiar los nombres con que aludimos a las riquezas, sino también transformar la manera en que trabajamos para producirlas.
Manuel
7/3/21 8:54
Todas las personas cuentan la historia del café por tres centavos pero pocos cuentan lo que costaba ganarse un medio, cuanto se debía trabajar para obtener ese medio
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