Llevo una semana fotocopiando páginas de un libro. Es un regalo de la prima de Jorge a Eva, una bibliotecaria de la municipalidad catalana de Mollet de Valles, la personita más activa de la brigada de Alkaria que visitó Santa Clara la semana pasada y ahora desanda La Habana en tareas solidarias.
Ya había oído hablar de estos Juegos cubanos, compilados por el profesor Rolando Alfaro. Su nombre me despertó cierta nostalgia, y con ganas de rescatar algunas rondas con nuestro público infantil, me animé a ojear el material.
Debo reconocer que aún no me recupero del shock. Yo recordaba juegos muy violentos en sus letras, como el de la manito quemada, el chino que tiran al pozo y la vieja que mata al gato con la punta del zapato. También la clásica gallinita ciega (este empezó en Francia como honra a un soldado y derivó en bullying a una discapacidad), y ni hablar del lunes antes de almorzar, en el que imitábamos las tareas hogareñas, hipnotizadas con la historia monocorde de una niña que no podía jugar porque tenía que lavar… o planchar… o cocinar… y así toda la semana. Menos el domingo, que tampoco jugaría ¡porque tocaba rezar!
En contraste, la Susana jugaba “a las muñecas” con Serafín, quien insistía en besarla, aunque a ella no le gustaran sus bigotes (pero ¡¿qué edad tenía ese novio?!), y la asustada chinita que se perdió en el bosque era acosada y violada a lo largo de una contagiosa canción ¡en primera persona!
Pero ¡qué va! esos ejemplos se quedan cortos ante la magnitud del fenómeno cultural que fue nuestra patriarcal crianza, de la que creemos conservar sólo recuerdos divertidos, pero si lees esos cánticos con mirada adulta y activas tu memoria afectiva, verás que muchos prejuicios y condicionamientos de tu edad madura son ecos de inocentes juegos en los que aprehendiste incomunicación e irrespeto como algo válido, natural ¡y hasta divertido!
Aquí te dejo una ensalada de rondas para que me entiendas:
Papeles son papeles / cartas son cartas / palabras de los hombres / todas son falsas
Calle del Carmen / número uno / piso segundo / vive mi amante. // Las escaleras / son de tomate / para que Paco / suba y se mate. // Las escaleras / son de marfil / para que Pepe / pueda subir
Él era mi novio / y yo lo trajinaba, / cuando iba a la playa / con otros me besaba
Los varones tampoco escapaban de esa, porque entre brincar al burro, declarar la guerra a países simbólicos, facturar con viuditas y correr al pegao, aprendían a ser bien belicosos y calculadores, y a soportar dolores como todo un macho.
Llego de la escuela / tiro la maleta / rompo una botella /mi mamá me pega / yo la miro a ella
“Los pueblos, lo mismo que los niños, necesitan de tiempo en tiempo algo así como correr mucho, reírse mucho y dar gritos y saltos”, escribió Martí en un artículo dedicado a los juegos tradicionales, tan antiguos como la misma humanidad.
“Es que en la vida no se puede hacer todo lo que se quiere, y lo que se va quedando sin hacer sale así de tiempo en tiempo, como una locura”, admite él. Y ciertamente libera el cuerpo jugar, saltar, cantar a todo galillo. El asunto es qué semilla verbal usamos en ese momento de no pensar mucho porque se repite par coeur, como dicen los franceses, porque la verdadera memorización pasa por el pecho antes de llegar al inconsciente y gestar tus prejuicios.
Y tú me diras: mejor dar saltos en el pon o en una ronda de manotazos y pellizcos que estar pegados a las pantallas… Eso es verdad, en parte. Depende del contenido que consuman, porque el ludismo tóxico se cuela en todos los soportes y con sedentarismo y adicción perpetúa una crianza distorsionada.
Igual entregué el regalo porque nuestros juegos no vienen de la nada, sino de la madre patria, donde también los hay cargados de sexismo y violencia, según me comentaban Marta y Roser, las más nuevas de la brigada amiga.
Algunos se podrán resignificar con espejuelos morados, me consuela la colega Mariona mientras Sandra, la otra maestra del piquete, me invita a ponerles a estos juegos esa mirada de género con el mayor cariño. Pero está bien difícil.
Ya les he dicho que vivo de camino a una primaria y además me llega la música de una secundaria (a cuatro cuadras), y cada vez que suena un reguetón vulgar me pregunto cuántas veces se azotaron la mocita (¿hasta vaciarla?) los adultos que toleran tal aberración en un centro escolar de primeras edades.
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