domingo, 28 de abril de 2024

Ella no quería vender un libro

Supongamos que en San Rafael y Prado una señora mayor, sentada tras la mesa, vende libros y otro señor, también viejo, de acento ibérico, hace como quien los compra. Desde sus roles estas dos personas conversan, supongamos...

Mario Ernesto Almeida Bacallao
en Exclusivo 02/07/2023
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Libro Karazucia
Ella sabe que en el gesto “magnánimo” de comprar libros como si ofrendara limosnas se calla la consciencia de que del otro lado del mar una sola página, cualquiera, vale más que la cerveza que él sostiene (Foto: Imagen realizada con inteligencia artificial).

Supongamos que es sábado, primero de julio de 2023 y caminamos por Prado, el Prado de La Habana, Cuba, donde muchas cosas se agolpan en una suerte de feria de contrastes. Los contrastes de portales viejos pertenecientes a las casas viejas y hoteles y museos y teatro y Martí; y gente de casas viejas con portales y gente de hoteles y gentes de teatros y museos y gentes que son de unas y otras cosas… porque a ciencia cierta, como en buen pastiche de contrastes, uno nunca sabe bien, pero ahí está y se ve y se huele, aunque no se comprenda siempre todo.

Supongamos que en San Rafael y Prado una señora mayor, sentada tras la mesa, vende libros y otro señor, también viejo, de acento ibérico, hace como quien los compra. Desde sus roles estas dos personas conversan, supongamos.

Ella negra, entre los setenta y los ochenta, le explica de que van los libros y toma en sus manos una selección de sonetos que escribieron poetas de centurias distintas, a veces teniendo como único punto de contacto el idioma español con que escribían. Y ella habla de Tula.

Él es blanco con bigote. Lleva en sus manos lata de cerveza roja oscura, producción cubiche, que gotea. Responde que Gertrudis se murió en España y ella asume que sí, que se marchó muy joven, que le dolió a lo tremendo, que escribió de eso. Y él, como aburrido, supongamos, dice con cansancio “que síííí, señora, pero está enterrada en Sevilla. Yo he escuchado que Carilda era… como quien dice… revoltosa”.

Y ella insiste con Tula y le habla de “Al partir”. Le dice que el soneto está en el libro y comienza a hojear hasta encontrarlo.

—Pero hágame caso, mujer. ¿Es cierto o no aquello que dicen de Carilda?

Ella omite la pregunta y arranca a leer en alta voz, con algo de crudeza en su dulzura:

¡Perla del mar! ¡Estrella de occidente!

¡Hermosa Cuba! Tu brillante cielo,

la noche cubre con su opaco velo,

como cubre el dolor mi triste frente.

—Señora, lo que yo le digo es…

¡Voy a partir!... La chusma diligente

para arrancarme del nativo suelo

las velas iza, y pronta a su desvelo

la brisa acude de tu zona ardiente.

—Oiga, escúcheme para acá.

Y ella levanta más la palabra:

¡Adios, patria feliz¡ ¡Edén querido!

Do quier que el hado en su favor me impela

tu dulce nombre alagará mi oído.

 

—Esta mujer con tal de que me lleve el libro hace de todo. Quiere arruinarme —ríe.

¡Ay! que ya cruje la turgente vela,

el ancla se alza, el buque estremecido

las olas corta y el silencio vuela.

 

—Sí, sí, eso está muy bien, mas yo prefiero a Federico García Lorca.

—Visitó Cuba. A él lo fusilaron. Aquí también hay un soneto de Plácido. Fusilado igual.

—¿A quién, a quién fusilaron?

—A Plácido.

—No, a quien fusilaron fue a Ochoa —suelta con tono de misterio y burla; ella no responde.

—Y a ver ¿Dónde está Camilo? —insiste con el tono.

—Nunca lo encontramos —dice ella, seria, mientras le clava los ojos.

—¿Y el Che? ¿Dónde está el Che?

—En Santa Clara. Es como si fuera hijo de esa ciudad.

Él bebe un sorbo de Bucanero, supongamos, en medio de las risillas insoportables de quien juega y se divierte.

—Pues a mí me gusta leer, pero en realidad los cubanos no leen mucho.

En ese justo momento alguien toma de la mesa y compra por una decena de pesos Diez días que estremecieron al mundo y ella salta de alegría, alegando que se trata de un gran libro.

—¿Y eso qué es? —vuelve el ibérico, negándose a perder el centro de atención.

—Un clásico.

—¿De quién? —ve la cubierta, reconoce un rostro— ¿De Lenin? ¿De Lenin?

—No, de John Reed.

—¿Ese quién es? ¿Es bueno?

—Fue un periodista norteamericano que vivió y contó varias revoluciones.

—Pues me lo llevo igual, póngame uno a mí también. ¿Cuánto me dijo que costaba el de sonetos?

—Siete pesos.

Y ella lo ve regodearse en su estampa de turista en país pobre. Ella sabe que en el gesto “magnánimo” de comprar libros como si ofrendara limosnas se calla la consciencia de que del otro lado del mar una sola página, cualquiera, vale más que la cerveza que él sostiene. Ella lo mira en silencio y en silencio lo desprecia, porque no menos que el desprecio merecen quienes vienen a “juguetear” con los dramas y tristezas telúricos de un pueblo, como si ese pueblo no los entendiera o los callara o, así de sencillo, no los viviese en el terrible sol del día a día. Ella lo ve alejarse y traga amargo y piensa, supongamos: “Yo no estaba haciendo malabares para venderte un libro, yo estaba conversando de literatura, conversando de la vida, de Cuba y el mundo, de nosotros, de mí”.


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Mario Ernesto Almeida Bacallao

Periodista y profesor de la Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana


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