Cuando padre y madre están separados, y ambos son responsables y ocupados de la crianza de los hijos, evidentemente hay que llegar a acuerdos, pactar tiempos, establecer rutinas. Por eso, además de compartir los días de cada semana, toca hacerlo con las vacaciones.
Un año me corresponde tenerlos el 24 de diciembre, y otras el 31; y así también se reparte el cuidado durante esos casi 15 días sin escuela. El impacto de cada experiencia depende mucho de cómo la interpretemos, y no es retórica de autoayuda. Claro que no estar físicamente con ellos en una fecha festiva no me deja indiferente; pero si ambos la están pasando bien, ¿por qué asumirlo como una tragedia?
Pese al tabú que aún existe al respecto, porque se supone que una madre no debería poder ni respirar sin su prole, reconozco que disfruto del tiempo a solas con mi esposo: sin presiones para cocinar, sin nadie que desorganice lo que acabo de limpiar, sin que me llamen a cada segundo ni me despierten a la noche.
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Aunque duermo siempre con el móvil encendido y al lado de la cama, por si acaso, es como una pequeña vuelta a esa lejana época (al menos así se siente) antes de convertirme en una mamá.
Sin embargo, como digo una cosa digo la otra –sí, la maternidad es el terreno de la ambivalencia– tanta adultez cansa. Después de una semana de que nadie me ensucie la sala, de que todo esté organizado a la perfección, de comer a cualquier hora y cualquier cosa, de trabajar sin frenos, se empieza a notar que falta algo: la vida verdadera de la casa.
Los hijos, con su caos intrínseco, por un lado nos estructuran: hay horarios y rutinas inviolables; y por otro nos enseñan que vivir es también asumir lo impredecible y aprender a reaccionar ante ello. Gracias a su compañía se multiplica la imaginación, la risa, los bailes, la música…
Mi hija y mi hijo convierten la casa en un hogar, con sus juguetes desparramados por cualquier parte, con las manitos churrosas estampadas en la pared del baño, con el escándalo constante y el llanto frecuente.
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Puede que no sea la realidad ideal de alguien, y es lícito. Pero quien está valorando si tener o no descendencia, debería saber que esa nueva dimensión frenética de la existencia que empieza con la crianza no es necesariamente negativa ni algo que debamos cruzar a las apuradas, deseando que termine pronto. Entre todo eso retador, hay una gran belleza.
Por mi parte, ansío la vuelta de mis chiquitos con mariposas en el estómago, como una enamorada. Y así pasa cada vez, suspiro con las fotos, con los audios, y extraño sus olores y gestos, sus chistes y sus travesuras. Esa intensidad me ilumina.
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