Volví a ver el video unas dos o tres veces. Se suponía que el mensaje era positivo: cómo actuar ante una perreta. Y quizá esa influencer en el tema de la maternidad tenía buenas intenciones, y sus pautas ayudaron a madres y padres a atravesar por la misma compleja situación.
Sin embargo, lo que me causaba malestar era el niño: desbordado, gritando, rojo, lleno de mocos – lo usual ante ese tipo de coyuntura emocional que cualquier nimiedad puede desencadenar– pero esa vez filmado y expuesto ante el mundo entero.
Imaginé si le gustaría verse así cuando mayor, si alguna vez en clase un compañero no lo usaría para mofarse, si no se sentiría de alguna forma traicionado.
¿Qué podría experimentar si alguien me filmara llorando, alterada, en mi peor versión, y lo publicara para demostrar lo cansadas que podemos llegar a estar las madres? Es un nivel de exposición que solo podría autorizar yo, consciente de mi acto.
Muchas veces filmamos a hijas o hijos y compartimos, sin detenernos a reparar cuánto de su privacidad violamos. Si bien las opiniones de hasta dónde llegar en redes sociales son disímiles y controvertidas, hay pautas que nunca deberían violarse: no dejarlos en ridículo, por muy gracioso que sea; no mostrarlos con poca ropa ni en poses insinuantes, no compartir direcciones, ni nombres de escuelas.
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Además de, sin querer, ponerlos en situaciones de riesgo; existe el peligro de que se conviertan en memes o stickers a una velocidad insospechada y por tiempo indefinido.
Varios ejemplos demuestran cuántos adultos hubieran querido que sus padres no los expusieran cuando niños en anuncios, portadas o programas de TV. La alternativa es obrar siempre con responsabilidad y pensar en lo mejor para ellos, y también preguntarles según su edad y capacidad de comprensión.
A veces el capricho sustituye a la razón: “es mi hijo”, “yo lo parí”, “es mi decisión”; pero ¿acaso no es la capacidad de entender al otro y cuidarlo lo que define el amor?
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Si nos viéramos más como compañeros responsables de las vidas de esos seres, y no como jefes, amos o dueños, puede que actuáramos con más empatía; e incluso nos sorprendiera menos su independencia, pues la fomentaríamos.
Hay que andar con pies de plomo si de la privacidad de nuestra descendencia se trata. Es esa otra arista importantísima de la responsabilidad parental.
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