Las temporadas de mocos en una casa con niños siempre son más estresantes de lo común: más llantos de los habituales, más despertares nocturnos de los habituales, más cansancio del habitual. A eso se le suma la preocupación porque el vulgar catarro pueda evolucionar a algo más.
Así que me pongo a lavar la montaña diaria de ropa y no estoy precisamente de muy buen humor. Amalia va a chismear en qué ando, como siempre; y le repito la misma pregunta-juego de cada día: "¿De qué tamaño quieres a mamá?" Y ella grita: "grandeeee" (cuando tiene ganas de cosquillas, responde que "no").
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Entonces me pide: "Mamá, sillón". Y me voy a complacerla, porque en la vida la ropa sucia puede esperar, el cariño, ese no. Y cuando llego allá y nos acomodamos, y ya yo estoy medio alegre de nuevo, mi hija mayor me mira a los ojos y riendo con una dosis sustancial de picardía en el rostro, me dice: "la niña, el amor de la vida de mamá".
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Sí, Amalia lo ha entendido todo y de paso me lo recuerda: el amor que das es el mismo que vuelve, y la felicidad no se escapa por los mocos, el cansancio, la ropa sucia, el estrés... si la has construido fuerte, más allá de ti.
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