En la Cuba de hoy, la de estos tiempos, un padre se levanta para prepararles el desayuno a esos hijos que alguien pensaría que no son suyos porque no los engendró, pero que le pertenecen (con esa pertenencia irremediable del corazón) desde el día en que decidió amarlos como si lo fueran, y ese amor le fue devuelto.
Les hace la leche, con el polvo justo, para que no se les acabe antes de que vuelva a la bodega, y con poca azúcar, porque mucha azúcar no es buena, y les comparte el pan que hay, aunque tenga que quedarse él sin bocado.
Luego les lleva la bandeja, y todas las veces se sonríe cuando el más pequeño lo ve entrar al cuarto, y grita: ¡la merienda!, sin que le importe nada más que ese vaso de lechita que le ha preparado aquel que no llama papá, pero que sabe acompañará a su mamá cuando hagan falta brazos fuertes, cariños duplicados, consuelo para chichones y juegos de los que son mejores si en la casa hay un hombre que sabe ser niño y tierno.
Ese papá, a quien nadie llama padrastro, será guagua cuando haga falta transportar a bellos durmientes que se han vuelto demasiado pesados para los brazos flacos de mamá, y cocinero de ollas de dulce enormes, así como pelador oficial de mangos, maestro de trazos y de orígenes del universo, recogedor emergente del círculo, y todo lo que haga falta.
Y nada pedirá, pero se sentirá premiado cuando le regalen flores diminutas, lo incluyan en los dibujos, y pregunten por él si se demora.
Ese mismo papá llama a diario al hijo que está lejos, y a través de WhatsApp descuenta los días para el regreso que parece inalcanzable, pero para el que está preparado, porque no se ha perdido nada: ni una nota, ni un centímetro, ni una ocurrencia.
Porque es un papá que lo recuerda todo: desde el primer ultrasonido, hasta el nacimiento, desde la primera vez en la playa, hasta el hilito y el diente.
Y es también un papá, como muchos en la Cuba de hoy, que ha debido aprender a lidiar con no estar día a día en el crecimiento de su hijo, al que a su vez otro hombre ayuda a criar; y a amar a otros niños, que a su vez tienen un padre.
Y aparecen más papás así, que renuncian al modelo de padre divorciado que se diluye con el tiempo hasta quedar relegado a una llamada esporádica y un regalo de cumpleaños; que colabora con otras figuras paternas, porque no cree en competencias de macho arcaico ni en eso de que la vaca viene con los terneros, sino en que es mejor que a tu hijo lo quieran, y en que quien ama a una mujer, no tolera a sus hijos, sino que los adopta.
A este padre habrá quien le critique la entrega, pero él asumirá el riesgo. La paternidad no es algo que le ha pasado, es una elección que hace cada día, contra los sacrificios y las incomprensiones, contra las dudas y los cansancios; seguro de que papá no es cualquiera y de que no hay felicidad que se compare a la de amparar una vida que crece.
A este padre lo conozco bien. Créanme.
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