Con uno de los estilos de filmación más constantes y particulares de la industria, Mel Gibson ha conquistado al público. Utilizando una triada poderosa de creación: un argumento audaz, un montaje poderoso y la correcta explotación actoral para llegar al desarrollo cuasi perfecto del personaje (a lo que se le puede sumar la, al parecer, imprescindible característica y no menos importante y demandante de su filmografía, el estar basada o inspirada en sublimes hechos o pasajes de la realidad). No cuenta con un filme que no tenga corazón.
Braveheart (1995) fue una apuesta vigorosa en la pantalla, de aquí Mel Gibson probaría su manera de diseñar y producir cine, con la marca muy singular de su mano, teniendo en cuenta que era su segunda vez detrás de cámara tras la apuesta no tan conocida y clara, The Man Without a Face (El hombre sin rostro - 1993). Esta fina joya de la corona cinematográfica marcaría el hilo conductor de toda su carrera como director, donde la sagacidad, la crudeza púdica de tanto en tanto y la representación magistral del imaginario que expresa, son su carta de bienvenida para sus espectadores y justos críticos.
Braveheart (o Corazón valiente como se le conoce en los países de habla hispana) es una película que homenajea la fórmula del cine épico de: orgullo, pasión y gloria. Relata la vida de William Wallace, un héroe escoses que se opuso al régimen autoritario del rey inglés Eduardo el Zanquilardo tras el fallecimiento del rey Alejandro III de Escocia; encarnado por el mismo Gibson en el papel de héroe clásico, que, tal vez, no tan transparente en su personificación (que es considerado bastante fuerte de representar), mostrando una aparente escases de libertad actoral, una rigidez irregular en su desenvolvimiento, pero si adecuada en el desempeño de su rol. Quizás en la peregrinación del personaje por otros lares ajenos a la antigua Escocia le valió para resaltar esa distracción actoral que se le sobresalía a Gibson cuando le daba vida a las palabras del joven Wallace. O, el efecto de las barreras idiomáticas de una época y otra, - cosa de motivos prácticos -.
No obstante, no es honesto reflejar semejante debilidad histriónica cuando se presenta una obra maestra tan honesta y pura. Entre las líneas de su trama se denota el trabajo sobre la veracidad y el respeto por los hechos históricos. Tan siquiera un puñado de extras de más, de diferentes poblados con riñas muy particulares entre ellos, quienes generaron una de las batallas filmadas más impresionantes del cine, pudieron empañar el inmenso éxito que traía consigo esta historia de sangre, valor y sacrificio. Ni las fes de erratas con las que contaba entre escena y escena. Es su manera personal de tratar el cine. Su forma de abrirnos espacio en su mundo, lleno de vida, porque qué cosa es el cine sino otra expresión de vida. Su forma de trascender en la eternidad, donde William no muere, queda impregnado en el público, queda asiduo en el recuerdo (quién sabe, porque - los tipos duros nunca mueren -, o posiblemente, porque es asombrosamente genial la “cosa fílmica” y el hecho en sí mismo).
Fotograma de la película Braveheart
Solo es necesario detallar la penúltima escena para captar la maestría de esta forma de creación, que, estaba naciendo, con ganas, pasión y altruismo. Gibson nos cede su manera de generar en técnica y concepto desde la mera representación del tratamiento creativo legado a las masas que no se amedrantan al lanzar lo que tiene a su alcance para humillar al personaje que ha luchado para llevarle la libertad a su pueblo. A que me refiero, el encuadre toma vitalidad al enfocarse en la deshumanización y el sufrimiento del protagonista, quien tiene como antecedente, la traición, la sorpresa, el luto propio y la despedida. No se hace una toma que no esté correcta en pos de otorgarle a la escena la visceralidad que esta demanda, la mezcla de emociones reflejadas entre el púlpito que atestigua, entre sus compañeros de batalla.
La misma se extiende hasta la decapitación, símbolo de la muerte inminente pero no del final óptimo. Muerte que se ve exteriorizada, no solo en el ambiente, sino en el hacha como simbología certera entre los otros instrumentos de tortura y descuartizamiento. Empero, en una imposición de clemencia, Wallace (Gibson) no sucumbe y se mantiene con la frente en alto, esplendor que es captado por la cámara en su totalidad. Sus ojos azules nunca estuvieron tan claros, su expresión tan decidida, su postura tan contundente ante la respuesta decidida, el silencio, la condena con orgullo y esperanza antes que atenerse a falsas promesas. Aquí toma papel el niño, la imagen infantil que no deja de prestarnos inocencia ante la pantalla y poco después, el resto del púlpito reinado por la zozobra de las malas conductas de la época. Agobio que se repliega entre los espectadores intensamente. Y con esto, dándole aún más poder a la palabra “Libertad” antes de la muerte, antes de la victoria inminente.
El compañero Gibson posee una ética laboral (si tratamos la industria cinematográfica y su proceso creativo como un trabajo que desempeñar día a día) que se hace delirante al emplear en esta trama los cimientos del cinema: espectáculo, creatividad y… - otros tantos que aparecen por ahí -. Destacando la virtud y la humildad dentro del comportamiento humano. Los caminos de buen hacer y la lucha por las causas que se creen perdidas, por las causas imposibles. Causas que, en ocasiones, se tienden a solo un contenido de supervivencia, pero en otras, a un bien mayor, a un cambio necesario y de una forma u otra, vital, visceral, poderoso. Dichas palabras se extienden a cada historia que el director en cuestión expresa en la imagen, parten de simples lineamientos a una forma de crear y generar un espléndido cine.
Esta afirmación, como parte de la cinta en sí, es especialmente validada por el trabajo justo de la banda sonora, llevada por la mano orquestal de James Horner (Titanic, A Beautiful Mind, Avatar) y la minuciosa fotografía, articulada por parte de John Toll (Legends of the Fall, The Thin Red Line, Vanilla Sky). Ontológicamente estos dos componentes, en todos los largometrajes, abogan por crearnos una atmosfera especial. Sin embargo, su toque en este metraje deslumbra un ambiente orgánicamente importante. Refiriéndome a la absoluta necesidad de obtener cada detalle necesario, técnica y argumentalmente hablando. Las emociones y los paisajes dentro y fuera de la trama son materiales que no se dan al olvido.
No existen planos vacíos ni tomas carentes de significado (composición al fin), permiten que dentro de cada batalla o cabalgata se observe el impresionante paisaje casi montado para el set, para el acontecimiento, para el transcurso vital de la cinta. Las emociones son dictadas aquí por los diálogos, que tácitamente, son el vínculo que tiene el actor para alcanzar el aspecto moral y sentimental de la escena (donde hay espacio para el amor, la traición, el odio y el desprecio, sin mancillar el guion ni la trama principal), pero estos son evocados por una musicalidad que da margen a olvidarnos de estos sin que se pierda la dirección sensitiva que se deseó expresar.
Fotograma de la película Braveheart
El director trabaja y coordina sobre estos eslabones para otorgarnos la dimensión extra territorial que el cine permite por encima de la realidad. El mundo de las emociones trasmitido desde la imagen. La voluptuosidad y apego de la cinta depende y va de la mano junto a la eficacia de un buen argumento, cosa que Gibson sostiene en su filmografía (unos mejores, otros no tanto, nada es perfecto en esta vida). Aunque, se estipula que, de un buen argumento se puede hacer una mala película, y de un mal argumento se puede hacer una buena película. La importancia del todo en uno se hace clara aquí, y la visión que tengan cada uno de los involucrados en el proceso de creación, donde el director va a la cabeza (como su título indica).
Con Braveheart, Gibson, nos entregó el ímpetu, sin embargo, con The Passion of the Christ (2004), nos brindó su compromiso. Un compromiso tan grande y sustancial que me recuerda al débito por el arte que tenía Orson Welles (Citizen Kane, Otelo, Touch of Evil) por y para con sus obras. Con The Passion of the Christ (La Pasión de Cristo), Gibson, avanza a un proceso de madurez en el ámbito de la dirección, amén de que está haya sido su filme más polémico (lo cual no demerita la obra). Aquí se relata el óptimo sacrificio (palabra clave que domina toda la filmografía de este director) en una travesía dictada por la humildad en contraposición con los más crueles tratamientos de dicha etapa (supuestamente).
Aunque, lo anterior suene repetitivo en comparación con sus otros largos, The Passion of… es un ejercicio donde se pone en papel principal la moralidad. No solo se pretendía con esta humanizar a la deidad sobre las crueldades de este mundo carnal que, según los testimonios bíblicos, vivió. Tratando de otorgarnos la versión más realista posible de estos alegatos. Una realidad que te golpea entre los dos ojos. Teniendo en cuenta las locaciones, los actores bien seleccionados y la diversidad idiomática utilizada que aterriza aún más la historia. Esta vez, el director, revela estos hechos con una estética lúgubre y templada, sin dar espacio a sentimentalismos más allá de los que otorga la misma situación, los enrevesados vestigios de conspiración y traición o los crueles sucesos que rozan el sadismo más puro.
Aquí el acto creativo está dado a someter a consideración negativa las acciones realizadas durante los escritos de los episodios evangélicos al santo, pavimentadas sobre un suelo constante de aquella muestra del bien hechor y la elevada bondad del protagonista. Edulcorada con una inmensa variedad de códigos visuales que atraen la visión y los “aspectos” sensoriales.
Tal vez una muestra muy encrudecida para la religión, pero que no carece de realidad a los pies de la divinidad. La honestidad y la humildad caracterizan esta pieza. No busca desentrañar todos los aspectos de la creación en el cine con dicha historia. No cree que todo debe ser contado. No obstante, lejos de victimizar al personaje, si le otorga esa aproximación que en líneas textuales se pierden a la imaginación. Descubre el misterio y le da una forma corpórea visceral y auténtica. No hace falta un Sherlock Holmes contemporáneo para dilucidar de que va el asunto. Se ciñe a lo leído y a las interpretaciones “más claras” que pudo tener en su momento de inspiración y lo transforma en un argumento original y propio de tiempos de guerra (por así decirlo). Trabaja con la incontinencia en base a alcanzar ciertos deslindes morales. The Passion of... convierte su discurso en una espectacular ironía de la tragedia. Eso se debe a la composición del ejercicio argumental, donde posterior a los castigos infligidos, los verdugos tratan de expiar sus pecados, buscar el máximo perdón otorgable a la imagen del Dios que ha enviado a su prójimo más cercano. Técnicamente hablando, se utilizan las necesarias polaridades objetivas y subjetivas que conducen al ser humano (y son legadas de la imagen al espectador) para adentrar y comprender el mundo situacional en que se reparten protagonistas y antagonistas, quienes, amén de todo, procuran y perjuran añorar un bien mayor.
En resumen, Mel Gibson, en su faceta de director, aboga en contra de la monotonía y cree vehementemente en el poder de una buena historia, en la capacidad que posee está para inundar de sensaciones encontradas al espectador. Con esta creencia, diseña todo un proyecto capaz de dialogar estéticamente con la técnica, el arte y la industria que componen el cine como tal. Su comportamiento aquí está restringido plenamente a luchar con la decadencia que pueda obtenerse de la realidad, que pueda cegar especiales e importantes historias. Historias que tienen que ser miradas con un ojo crítico para ser llevadas a la pantalla grande.
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