La representación cinematográfica de las guerras por la independencia de España fue una de las primeras expresiones del cine histórico cubano. Baste citar los primeros largometrajes de Enrique Díaz Quesada (1883-1923) para comprender que el interés por recordar los días de la guerra formaba parte de la naciente filmografía nacional.
Aunque no se conserva copia de ninguno de ellos, sí se puede rastrear en la prensa de la época la repercusión que tuvieron filmes como El capitán mambí o Libertadores y guerrilleros (1914), La manigua o la mujer cubana (1915), considerada la película más taquillera del cine cubano silente1 o, muy especialmente, El rescate del brigadier Sanguily (1917).
Ellos comenzaban a formar parte de una iconografía sintonizada con la escritura de la historia de la nación inaugurada en 1902, la cual se expresaba a través de sus orígenes para la enseñanza de los nuevos ciudadanos y encontraba expresión en este medio, apenas trastabillante en su andar como espectáculo y ni siquiera considerado todavía como arte.
De los tres, sin dudas de ningún tipo, El rescate del brigadier Sanguily fue el que más impactó, precisamente por lo fresca que estaba en la memoria de los cubanos de la época aquella hazaña protagonizada por Ignacio Agramonte, por lo cual se apeló a la mayor veracidad en la reproducción de los hechos.
Lo anterior condicionó su filmación en el mismo Camagüey y el personaje protagónico utilizó el mismo aparato ortopédico del propio Manuel Sanguily durante la gesta libertadora.
José Manuel Valdés Rodríguez, periodista, profesor universitario, pionero de la crítica de cine nacional, tuvo la oportunidad de ver el filme y escribir sobre él en varias de sus publicaciones sobre aquellos primeros intentos de crear una cinematografía criolla. Al respecto de El rescate… opinó:
… un filme centelleante, de una heroicidad y un patriotismo contagiosos… En el celuloide, alentó la sabana criolla y fulguró en la mañana el machete mambí. El Bayardo criollo y sus centauros pusieron en pie las salas cubanas… Para realizar esa cinta inspirada por el memorable relato de Manuel de la Cruz, consultó Enrique Díaz Quesada la figura enhiesta de don Manuel Sanguily y trató la cuestión con otros hombres de la época. De ahí la autenticidad de su película, que la prensa señala y alaba y acerca de la cual se pronuncia con elogio gente autorizada. Hay quien habla de “lección objetiva”, con valores didácticos estimables, provechosos para uso de nuestras escuelas en la enseñanza de la historia patria…2
El interés político del Gobierno de turno por estas películas de corte épico podría tenerse en cuenta por el apoyo logístico brindado para estas producciones. Sin embargo, este tipo de realización no fue estimulada en los años restantes al periodo silente cubano ni durante el sonoro hasta 1959.
La guerra de independencia reaparecerá en 1954 como entorno alrededor de la figura de José Martí —bastante maltratado en este lapso del cine nacional―. Esto ocurrió en la producción cubano-mexicana La rosa blanca (Momentos de la vida de José Martí), dirigida por Emilio “El Indio” Fernández. Hasta hoy, el único film que ha pretendido contar la biografía completa del Héroe Nacional cubano.
La rosa blanca formó parte de las actividades programadas para celebrar el centenario del nacimiento de Martí. Conocido es el ambiente político que vivía la nación después del golpe de estado de 1952, y la cinta tuvo muchos detractores, aunque también sumó defensores.
Con el triunfo de la Revolución en enero de 1959 el cine histórico cubano no miró inicialmente hacia la gesta independentista del siglo xix, sino que comenzó a construir una nueva historia representando lo ocurrido en el pasado más reciente, es decir, la lucha contra el gobierno de Batista, tanto en la Sierra Maestra como en las ciudades.
Sus primeras manifestaciones desde la institucionalización estatal de la industria cinematográfica, a través de la creación del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC), serían Historias de la Revolución (Tomás Gutiérrez Alea, 1960) y El joven rebelde (Julio García Espinosa, 1961).
Habría que esperar a 1968 para volver a ver en las pantallas la lucha por la independencia nacional durante la segunda mitad del xix. Su llegada no fue fortuita, ese año se conmemoraba el centenario del inicio de la Guerra de los Diez Años. Un momento aprovechado certeramente para proclamar la Revolución triunfante en 1959 como continuidad de la iniciada en 1868 y retomada en 1895.
Esta finalidad ideo-política de la Revolución quedó clara en diferentes momentos del discurso pronunciado por Fidel Castro el mismo 10 de octubre en La Demajagua, durante la velada por el centenario del inicio de las Guerras de Independencia, especialmente cuando aseveró: “Por eso podemos afirmar que, desde el 10 de octubre de 1868 hasta hoy, 1968, el camino de nuestro pueblo ha sido un camino ininterrumpido de avance, de grandes saltos, rápidos avances, nuevas etapas de avance”3.
Ese mismo año comenzó lo que posteriormente Alfredo Guevara, entonces presidente del Instituto, denominó el “Ciclo de los 100 años de lucha”, en el cual se incluyen Lucía (Humberto Solás, 1968), La odisea del General José (Jorge Fraga, 1968), La primera carga al machete (Manuel Octavio Gómez, 1969), Páginas del diario de José Martí (José Massip, 1971) por solo citar los largometrajes. El propio Guevara escribió en 1969:
Rechazando el supuesto pasado cinematográfico, solamente resultaba válido a la nueva cinematografía buscar su antecedente en las tradiciones culturales del país. Estas aportaban una tradición de combates y de búsquedas constantes y el necesario punto de apoyo al nuevo medio de expresión, que reconoció como suyos el recuento de esa historia y la aprehensión de la ideología que hizo posible su continuidad: un permanente combate por la libertad y un impulso sostenido hacia adelante.4
La representación de las luchas independentistas se trasladó durante la década del 70 a los dibujos animados, especialmente con la creación de Elpidio Valdés a manos de Juan Padrón, quien, de forma entretenida e inteligente, enamoró a varias generaciones con las aventuras de su personaje en constante lucha contra los españoles por la libertad nacional, con lo cual consiguió la más eficiente funcionalidad política que puede esperarse de un texto audiovisual, además de una insoslayable utilidad didáctica para la comprensión de la historia durante ese periodo.
En las producciones de ficción, e incluso en el documental, las luchas libertarias de los mambises no fueron prioritarias en las décadas siguientes. Si se revisa cualquier catálogo de la filmografía nacional, se notará su ausencia.
Con el mismo carácter épico del ciclo por los 100 años de lucha solo resalta Baraguá (José Massip, 1986), que retoma la figura del general Antonio Maceo y recrea el acto de protesta frente al Pacto del Zanjón, en los Mangos de Baraguá. Sin embargo, la obra no tiene el aliento creativo de sus antecesoras durante la década del 60 y principios de los 70. Adolece de una rigidez en la representación de la historia, regida por la necesidad de responder a códigos prestablecidos sobre cómo debían ser tratados los héroes, o lo que es lo mismo, la búsqueda de una funcionalidad para una historiografía oficial que necesita esos iconos para emplearlos en el discurso político.
Hay un momento interesante en la puesta en pantalla de la guerra contra España en el xix. El mismo se produce alrededor de 1998, cien años después del final del dominio de ese país sobre el nuestro. La efeméride es el desencadenante de un grupo de filmes que aportan otra visión sobre el tema con más o menos acierto. Son coproducciones que escapan a la visión histórica nacional sin violentarla. Me refiero a Mambí (1998), de los hermanos ibéricos Teodoro y Santiago Ríos, Cuba (2002), del también español Pedro Carvajal y los filmes Camino al Edén y El Edén perdido, dirigidos en 2006 y 2007 por Daniel Díaz Torres y Manuel Estudillo, respectivamente.
El cine sobre las guerras de independencia vive en estos momentos un nuevo auge debido al interés oficial de retomar la historia nacional desde la génesis de la nación. Su objetivo es alcanzar una mayor cantidad de público por eso apuesta a un cine “bien hecho”, de historias lineales, con una carga mayor sobre los sentimientos que sobre el raciocinio. En este nuevo ciclo entran José Martí, el ojo del canario (Fernando Pérez, 2010), Cuba Libre (Jorge Luis Sánchez, 2015), Inocencia (Alejandro Gil, 2018) y más recientemente, El Mayor (Rigoberto López, 2020).
Notas y referencias bibliográficas:
1 Al respecto se puede consultar Arturo Agramonte y Luciano Castillo: “Enrique Díaz Quesada: El padre de la cinematografía cubana” en: González, R. (coordinador). Coordenadas del cine cubano 1. p. 20.
2 Valdés, J.M. (2010). Ojeada al cine cubano. Ediciones ICAIC: La Habana, pp. 24-25.
3 Castro, F. (1976). “En la Velada conmemorativa de los Cien Años de Lucha”. Discursos. Tomo I. Editorial Ciencias Sociales: La Habana, p. 95.
4 Guevara, A. (2003). “El cine cubano reseñador y protagonista”. Tiempo de fundación. Iberautor Promociones Culturales S.L.: Madrid, p. 191.
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