Cada año, se va hasta la última morada del músico heroico de Remedios. En la necrópolis de la ciudad, los que hoy estudian su obra realizan los homenajes, tocan sus piezas y recuerdan la rebelión del joven contra una sociedad plagada de prejuicios. Alejandro García Caturla compuso con un sentido de la transgresión que rompía los cánones. En su casa, a altas horas, solía sentarse al piano y estarse allí, como si un espíritu le hablara de otros mundos posibles. Aquel que fuera alumno de Nadia Boulanger en París y que conociera a los surrealistas —a Stravinski— y fuera por las calles europeas como reeditando los logros de la humanidad y del arte; llevaba años como abogado en Remedios y había jurado luchar contra las lacras, ser fiel a la recién aprobada Constitución y transformar en luz la hipocresía de su tiempo.
¿Fue aquello una reclusión en la villa del espíritu libre, del genio? Caturla, en cartas a sus amigos, hablaba de su anhelo por irse a la capital, donde estaban los brillos de la cultura, los conciertos, los sucesos. Esa cotidianidad de las artes que él reseñara en espacios de crítica especializada y que es parte de un periodismo aún poco visto, poco estudiado. Caturla tuvo —genio al fin— madera de cronista, de novelista, de poeta; pero sus aportaciones en el campo de la composición musical apocaron toda otra vertiente de su vida. Allí, el artista no solo trituró lo que él consideraba apolillado, lleno del moho burgués; sino que nos legó un entendimiento otro. Pareciera que su posicionamiento en el Derecho —justo, amante de los equilibrios y del bien— tuviera un correlato luciferino, oscuro, brutal en el pentagrama.
Un viaje por la vivienda familiar nos muestra ese submundo de lo primigenio que diera lugar a los impulsos primarios del niño, que creció entre los balaustres de la ventana, viendo pasar los repiques de los barrios parranderos o en las piernas de su nodriza negra Avive. La génesis es tan irregular, llena de pasiones, que no podemos concebir otra cosa que ese volcán de contradicción, deseo, desenfreno. Caturla jamás hubiera vivido una existencia cómoda, en su poltrona de miembro de una familia de poder; en realidad le gustaba el reto, le encantaba la movilidad social, le apasionaba el salirse de sí mismo y viajar a los márgenes en los cuales hallaba inspiración y fuego suficientes. Desde las piernas de la madre negra —a quien adoró toda la vida— a la muerte en las calles de la villa, baleado por un personaje que no le llegaba ni al calcañal, tal era el viaje, la traslación injusta, pero elocuente, la vibrante inquietud. Ese día, cuando el cielo de Remedios se ensombreció, Avive le había preparado manjar blanco, su dulce favorito. El pozuelo se quedó encima de la mesa de la cocina, pudriéndose en los días subsiguientes. La familia había colapsado.
Una muchacha, que vivía en la casa vecina de la familia García Caturla, se sentó al piano e interpretó una pieza llena de extrañezas. En medio de un trance, aquellas notas salieron deformes, pero con una belleza extraordinaria. Al concluir, no sabía qué había pasado. Eso ocurrió horas después de la noticia del asesinato del músico. En una esquina del parque, un barbero leía el periódico de aquella jornada, en el cual rezaba un titular impactante: «El crimen fue en Remedios». No pensaba aquel señor, que veía al muchacho de cuerpo delgado y piel muy blanca, que estaba ante una personalidad tan gigantesca. La BBC de Londres —que algunos oían en su servicio en español— hizo un momento de silencio para recordar al genio remediano. Incluso, se suspendieron fiestas en la ciudad y bailes en las sociedades. Alejandrito —ese ente rebelde, pero lleno de una atracción fatalmente hermosa— había partido, dejando a todos en una especie de parálisis de sentido.

¿Qué hubo después? El asesino se perdió en la memoria y en los barrotes, fue borrado en la ignominia. Los cambios políticos no lo liberaron, sino que cumplió la totalidad de la condena. La familia García Caturla —deshecha por aquel descalabro— nunca fue la misma. Silvino, el padre, trató de que todo en la casa se quedara como ese día, como si la vida pudiera congelarse. Los hermanos giraron en torno a Alejandro como nunca antes. Incluso muchos años después, sus descendientes señalan hacia aquella tragedia como algo que los marcó generacionalmente. La casa frente al parque pasó a ser la sede de un museo. Cuando los visitantes se adentran hallan un hogar republicano típico, con los muebles de la época, con el piano detenido a punto de un concierto y las sillas colocadas con un gesto casual. Las persianas entreabiertas como si alguien hubiera atisbado. El patio con un olor a lluvia y flores que trae el recuerdo de aquel tiempo ido, uno en el cual la justicia y la música se daban encuentro entre las columnatas clásicas, debajo del colgadizo que rodea el lugar. En el último espacio, ya cuando pasaron las alcobas, el despacho de Silvino García y el recibidor; está el traje expuesto, lleno de agujeros de bala, con las manchas de sangre. Allí, cualquier persona con facilidades oníricas o nexos espirituales diría que mora el genio.
En las calles de París, Alejo Carpentier había ironizado sobre la voluntad de Caturla de llevar un traje a plena luz del sol en una ciudad de provincias como Remedios. Para el genio de la novela, del ensayo y la crítica; la villa era más bien un ambiente plebeyo, en el que abundaba el elemento popular. Sin embargo, el músico compró aquella pieza y la llevó con dignidad, no vanidosamente, sino como demostración de que en los rincones más recónditos la belleza, el buen gusto, también tienen derecho a florecer. Ese era el mensaje que la vida de Caturla encerraba.
Cuando el músico murió, aunque era conocido y había logrado el favor de la crítica; se esperaba aún lo mejor de su obra. Nos legó piezas que se escuchan como la revolución del sinfonismo en su versión cubana, al lado de otras figuras de la vanguardia. El silencio del cementerio de Remedios fue el contrapunto perfecto a tanto aire aciclonado que abunda en los pentagramas de Caturla. Quien oiga esas piezas dirá que el joven encerraba una esencia más caótica, más creacional y que apenas vimos el iceberg apuntando por encima de los tejados de la villa colonial. Las composiciones —si bien siguieron siendo enormes, apabullantes en su diseño— también ganaron en sencillez, en carácter elemental, en la medida en que Caturla se dedicaba a la vida de aquel pueblo pequeño, pero donde estaban todos los elementos culturales necesarios. En una pieza como la Berceuse campesina se respiran los aires del africanismo en un diálogo pausado, de una respiración honda y pensada, junto a la presencia del guajiro y su ritmo bucólico. Quizás haya que buscar a ese Caturla también en los sillones que nunca más se mecieron o en la cuna —curiosa pieza el museo— que nos habla del estadio vulnerable y larval de quien fuera un poder rasante y sin precedentes. Lo detenido de la casa nos revela el espíritu que —ya cerca de la muerte— se posaba en los hombros del compositor y le daba sus mejores notas.
El traje reposa como si alguien lo acabara de usar, a pesar de que los tiempos que corren borraron las modas más elegantes. Alejandro habita esas paredes con la persistencia de las teclas del piano, que muchos juran haber oído durante la noche.

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