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domingo, 13 de octubre de 2024

¿Cultivo o consumo musical en Cuba: audiencias libres o colonizadas?

O sembramos la capacidad de experimentar el goce estético, o los abandonamos a la gozadera estructurada por extraños…

José Ángel Téllez Villalón en Exclusivo 30/09/2024
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Consumo musical
Ser libres o colonizados, es tal la disyuntiva que no podemos brincar, si debatimos en Cuba sobre el cultivo y/o el consumo de la música. (José Ángel Téllez Villalón / Cubahora)

“Consumir o cultivarnos, he ahí la cuestión”. Completar nuestro espíritu y expresar a través de la música nuestra naturaleza humana, o recepcionar acríticamente todo lo que producen y reproducen las imperialistas industrias culturales. Experimentar el goce estético como sujetos, co-crearla como un bien propio, común, que nos identifica, o dejarnos moldear pasivamente por una mercancía formulada y enlatada por otros. Dicho así, como alternativas extremas, tan solo para ilustrar.

La verdad es que el asunto del consumo musical, es y ha sido un tema peliagudo y polémico, en la “Isla (archipiélago) de la música”, en el Sur global y en todo el sistema-mundo. Por un vaivén teórico que es necesario balancear, reflejo de los diversos contextos y orientaciones ideopolíticas en que se ha pensado esta práctica humana.

Partiendo de una primera aproximación en la que se consideraba al receptor de la música, como un objeto expuesto a un aluvión de signos y significaciones fabricados y masificados por poderosos medios, como un ente pasivo, hechizado y manipulable. Pasando por un giro en el que se descubren o representan a las audiencias como “practicantes”, sujetos capaces de producir múltiples sentidos en su interacción con la  música y los músicos, como productores y negociadores de sentidos, que reivindican su protagonismo.

Una postura entusiasta que motivó la advertencia de A. Armand y Michele Matterlart ; de que bajo el encanto de esta renovación conceptual, que supone la concepción activa del consumo y la libertad de lecturas, no se debe subestimar el papel estratégico   de los medios en la reproducción de la relaciones sociales. 

Sobre todo, cuando se conoce de la concentración en menos decisores y del incremento acerado del poder de estos magnates y emporios transnacionales, radicados en su inmensa mayoría en losnEstados Unidos, conformando un Imperio Cultural más hegemónico que el imaginado por los de la Escuela de Frankfort.

Cuando la música que más circula es un producto y, a la vez, reproductora de una “cultura de mosaico”, donde predomina el pensamiento asociativo sobre el pensamiento lógico o racional. Para homogenizar a los consumidores, para reconducirlos, ya seducidos, hacia los comportamientos que interesan. Para moverlos hacia estados mentales y conductas que aseguren maximizar la plusvalía de estos mandamases, dueños de las disqueras y demás plataformas de distribución de la música, aliados de clase de los que inundan el Mercado con las más disimiles marcas y deseos de consumo, de los reyes de la sinergia corporativa.

Las lógicas del streaming y de las redes sociales, de plataformas como Spotify, Apple Music, YouTube, TikTok o Instagram Reels,  han calado tanto su extensión como su contenido. Las canciones son cada vez más cortas y repetitivas. Al concentrar los atractivos, más “espuelas” emotivas en menos tiempo, se asienta la cultura de la inmediatez y el ritmo vertiginoso del consumo. 

Se produce, parafraseando a Marx, no solo una música para el consumidor, sino también un consumidor para esa música. Se re-produce una música y un consumo para grandes masas, cada vez más deseosas de estímulos breves y de sucesivas gratificaciones, volátiles y adictivas.

Fenómenos de especial connotación cuando se observan y analizan desde una pequeña nación como Cuba, excolonizada y subdesarrollada, históricamente apetecida por el Imperio Cultural del Norte y empeñada en transitar hacia otro tipo de sociedad en la que se promueva y asegure la plena emancipación de los sentidos, en la que se repelaría, con goce y satisfacción plena, la racionalidad instrumental del Capitalismo.

Desde una Revolución Socialista que según Marcuse debe plantearse como una liberación de la sensibilidad, dado que la contrarrevolución se encuentra “anclada en la estructura instintiva”. Para cambiar la calidad de la existencia, modificar las necesidades y satisfacciones mismas. Una meta que se alcanzaría, según el filósofo, negativamente, en cuanto se salga de la competencia, de la lógica agresiva contra el otro, y, positivamente, mediante la “apropiación humana de la naturaleza”, mediante la libre expresión de las facultades creativas y estéticas.

La música se ha convertido en “caballo de Troya” para la colonización cultural. Me refiero a la música comercial, la producida para el consumo masivo, diseñada y conformada por un grupo de técnicos al servicio de las corporaciones del entretenimiento, de las dominantes industrias del embrutecimiento. En tanto la más licuada de las expresiones culturales y las más cercenada por imperativos tecnológicos y empresariales, estructurados por intereses mercantiles.

Y los cubanos de acá, no escapan de esa apabullante industria y sus producciones, que han deformado y corrompido el gusto estético, aunque  se posicionen n como lo moderno y lo cool. Que han trastocado los criterios para cualificar la música como una mera mercancía, por sus valores de cambio, por indicativos como el rating, las reproducciones en YouTube, o las reacciones en las redes digitales. Son vulnerables también a esa ideología estructurada, instrumental y marcadamente neoliberal.

Es lo que se manifiesta de manera de creciente en nuestros espacios públicos y privados. Con las irrupción de las nuevas formas de propiedad y de distribución de la música. Sin la implementación de un sistema, coherente y atemperado, de ordenamiento jurídico y de control, de lo que se oferta y se consume en materia musical.

Urge respondernos, con rigor y sin prejuicios, si le hace bien a nuestras masificadas audiencias, la música que más escuchan y  disfrutan, en nuestras barriadas urbanas, y cada vez más en nuestras comunidades rurales. Si es o no políticamente trascendente dilucidar qué tanto son expresiones de nuestra “cultura popular” y en qué medida la proyección en nuestro patio de la “cultura de masas”. Si le ganaron a otras representaciones, ya por el impulso de un acumulado cultural hambriento de novedad, la “búsqueda” a  la “luchas” frente a la precariedad que se vive en algunos de nuestros barrios, o por el cálculo de emprendedores  cada vez más poderosos, con una brújula miamera. Y si no importa que sus exponentes lo asuman como un negocio, cual facilismo rentable, y no como una manifestación artística.

Y me refiero al consumo que más “suena” aquí, el de reparto. Porque sus fanáticos, si algo protagonizan, es su amplificación.

Resulta pernicioso, lo hemos planteado en otros textos, confundir lo histórico, la cultura vital con la que se pudo aplatanar lo Del reparto y la vulgaridad (por un debate sobre el Lucasnómetro) III foráneo, en otros tiempos, con lo coyunturalmente  normalizado, con lo glocalizado hoy en nuestros territorios, pese y en contra de la  institucionalizada Política Cultural.

Se nos demanda dilucidar si los contemporáneos cambios en el arte/negocio musical redundan en una evolución o en una  involución del homo sapiens. Si el corrimiento de los criterios de significación, que valorizan o cotizan la música, informan de un “progreso” (“inevitable” y “normal”) o son la proyección en las prácticas músico-danzarías de una hegemónica “racionalidad” capitalista, de los cálculos e inversiones de unas élites insaciables y excluyentes.

Pecaríamos, a lo menos, de ingenuos, si desde nuestras coordenadas e imperativos, desestimáramos la imbricación de esta “oleada neoliberal” con otras estrategias de colonización cultural y subversión ideológica del Socialismo Cubano. Si no relacionamos con la guerra cultural que se nos hace, la fabricación en nuestras propias entrañas de consumidores y productores adictos a sus ideologramas, que sueñan con ser ricos, dispuestos a renunciar a su identidad de clase y a dar la espalda a las soluciones colectivas. Entrenados para/con el “emotivismo”, mediante una interesada profusión de estereotipos y esquemas mentales, los escogidos por esas élites extrañas, los nuevos colonizadores.

O sembramos en nuestros niños y jóvenes la capacidad de experimentar el goce estético, con una música que los eleve, que enriquezca su espíritu y creatividad. O los abandonamos a la gozadera, que es el disfrute epidérmico, de poner a sudar el cuerpo, como reacción instintiva a los signos sonoros y textuales a los que son expuestos. Repitiendo, única y fundamentalmente, estribillos onomatopéyicos, y no canciones con sentidos emancipadores, que cultiven su sensibilidad y, en consecuencia, su capacidad de entender al mundo, que los libere de sus circunstancias, de la prehistoria que sobrevivimos.

Ser libres o colonizados, es tal la disyuntiva que no podemos evadir, si debatimos en Cuba sobre el cultivo y/o el consumo de la música.


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José Ángel Téllez Villalón

Periodista cultural


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