Muchas décadas tiene el Premio Casa de las Américas. Sin embargo, parece actual, sabe acercarse al fenómeno de la cultura desde los asideros del continente y verlo desligado del asunto mercadotécnico. En esa justicia siempre poética, el certamen ha justipreciado a autores que no están en el mainstream de la cultura nórdica imperante ni las muchas huellas del posmodernismo más barato. No solo se trata de la literatura social que posee un peso importante en estas tierras, sino de aquella que nos propone una función diversa de las letras y que se origina en los procesos solitarios de la creación. El premio ha sido capaz de rescatar del silencio a quienes no tienen los recursos para hacer carreras en las grandes corporaciones. Y es que la América del sur tiene el fatalismo de existir en el mundo de lo hablado, de lo nombrado por Europa. La tarea ha sido ardua y está empeñada en hallar nuestra voz en medio de las tantas vicisitudes. Los que vivimos aquí en este lado convulso de las olas y de las montañas, no la tenemos fácil para escribir, pues nos toca la táctica dura de los muchos siglos de coloniaje echada sobre las espaldas de todo proyecto libertario y alternativo.
Recientemente me enteré de una exprofesora de mi carrera de Periodismo que terminó escribiendo para Netflix en los Estados Unidos. Esta mujer, de un gran talento, se siente realizada traduciendo a pequeñas reseñas las tramas de las series. Y eso es válido, pero me da qué pensar. Quizás hayamos perdido a una gran escritora de dramas en español aquí en nuestras tierras, o a una reportera o crítica de cine que pudo estar entre nosotros haciendo una obra interesante. Sin embargo, ahora reside en el mundo de lo dicho, de lo ya nombrado, en el cual su única tarea es titular lo hecho por la corporación. Su talento quedó cosificado en esa parte de la creación en la cual se comienza a despegar y se da un proceso de reformulación propia de los temas. Ella, latina, no posee la fuerza ni el arraigo para llegar a los centros de poder e imponer su identidad. Debe amoldarse, acallar su yo más profundo y ser un ente otro. Pienso también en Ana de Armas, que hace poco visitaba La Habana, quien por demás no para de declarar lo duro que le resulta ser cubana en medio de un mercado en esencia anglosajón. Nuestra América, la que surge de la sangre de amerindios y de hispanos, no posee allende el Rio Grande, el respeto que requiere como proyecto cultural, sino que es hundida en el fárrago de los empresarios y los prejuicios. Contra eso se ha alzado el Premio Casa, determinando en su esencia la necesidad de construir narrativas rebeldes, únicas, que defiendan lo que somos y que sean capaces de establecer un relato diferente al del coloniaje. En esa lógica, Ana de Armas se amalgama increíblemente con las miras de un pueblo continental preterido en su esencia racial y humana por el poder de un polo global que sostiene los hilos de la cultura mercantil.
He conocido a autores premiados por el certamen del Casa y siempre son personas signadas por la entrañable forma de una identidad del sur. De hecho, hace unos días estuve en la presentación del libro Hija de Nadie del narrador argentino Javier Núñez y pude constatar la serena sencillez de su carácter, así como la conciencia de estar haciendo una obra importante solo porque se propone en la misma establecer pautas para la esperanza de un nuevo amanecer de la humanidad. La novela, una distopia, tiene como temática central el fin del mundo conocido y un nuevo comienzo a partir de la barbarie; no se aleja de los cánones de la América que sufre, sino que la resignifica a partir de las experiencias de unos personajes urgidos de reconstruir la identidad perdida. El volumen se convierte entonces en una búsqueda de lo que fuimos y de lo que deseamos ser. Jugosa ganancia para el Premio Casa el justipreciar la obra de Núñez, ya que se requiere de este tipo de metáforas para llegar a niveles de concreción de la justicia en las tierras adoloridas. Sin dejar de ser literatura social, la obra sana un abismo que parece infranqueable y salta por encima de las incomprensiones de lenguaje para establecer ese nexo de lo nuestro americano.
La visita de Ana de Armas fue el telón de fondo de los premios Casa de este año y quizás el pretexto de muchos de nosotros para reflexionar sobre la cultura y la industria, la fama y la obra, la esencia y la apariencia. En ese juego de abalorios no ha sido extraño que algunos olviden que no se decide la identidad a partir de solo ser americano o propio de este archipiélago, sino que ello cae en la cuestión volitiva. Hay que desear esa pertenencia y hacer por la misma. La cultura es un accidente que debe asumirse a conciencia y no ser dejado a su suerte en medio de la nada metafísica. Por eso la hemos de estudiar como si fuese una especie de órgano vital para la sobrevivencia. El Premio Casa jerarquiza el arte y evita que haya quien crea que la identidad se define a partir de quien accede y quien no a los espacios de legitimidad anglosajona. Por ello es un espacio nuestro americano de establecimiento de pautas y significaciones. Lo lamentable es que no lo sepamos apreciar en su justa medida y entonces queremos copiar otras formas de hacer cultura. Las armas melladas del que domina el mundo nos han hecho comprar el relato del complejo de inferioridad. Y ello es más que lamentable. Si bien se espera que Ana de Armas sucumba a esa idea farragosa del mercado, no tiene que pasar lo mismo con nuestros circuitos de consumo y de jerarquías de las artes. Tenemos universidades, centros de estudio y existe en el país una crítica que se articula en torno a valores estéticos. Entonces no hay por qué basarnos en las asunciones de otros sitios que no poseen la mejor de las relaciones con el núcleo de nuestra cultura y que incluso la tratan de inferior y dominada.
Pienso en la amiga profesora que es feliz haciendo fichas de Netflix y en Ana de Armas y también en Carpentier, quien hizo una obra universal y atrevida desde la periferia sin esperar el aliento de los centros nórdicos. Sin que me quede un ápice de dudas, creo que hay que respaldar un modelo propio de ser americano y en ello va toda la energía de los hombres y mujeres de bien. Un premio como el Casa es solo un gesto de muchos, quizás uno de los más hermosos y trascendentes.
Como Borges, que no era progresista, pero sí nuestro americano, hay que hallar en el marasmo del mercado el camino hacia el sur y seguirlo para siempre.
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