Por: Laura Cazador
Hay días en los que la fragancia de la vida se concentra más que en otros. Y el espacio y el tiempo se apuran, y los cuerpos y las almas van latiendo con una irremediable fuerza poética. Así fue esa semana en Gibara, en su 16 Festival Internacional de Cine.
Durante esas 144 horas se han derramado ante nuestros ojos y oídos kilómetros de historias, de imágenes y sonidos llegados desde los más diversos rincones de este planeta, y han sido restituidos a las comunidades.
Las pieles se han erizado, se han tocado, se han oscurecido, se han despedido del Sol y de la Luna, se han desvestido, se han alumbrado y se han callado.
Se ha amanecido, se ha transpirado, se ha conspirado con las estrellas. Se ha conocido personas nuevas, y personas conocidas se han vuelto nuevas; otras, como viejas cintas, han revelado rostros hasta ese momento invisibles, imperceptibles.
Se ha pensado que todo podía ser, y como suele ocurrir frente a tanto anhelo, se ha llegado a pensar que nada iba a poder ser. Pero fue.
Hemos sido felices, y en el contexto cubano y mundial actual convendrán en que es algo privilegiado y de mucho agradecer. Y hemos sido felices, no solo porque se llenaron los hoteles y restaurantes después de tres años de pandemia, sino también porque se ha elevado el capital humano y sensible a esferas incorruptibles.
Desde la arena y los contenes hasta los balcones y los miradores, con la camarera, el CVP, el guajiro, la diplomática, el famoso, el seguroso, el privilegiado, la mujer nueva, el hombre nuevo, el nuevo rico y el nuevo pobre, se ha llorado, se ha reído hasta más no poder, se ha dormido poco y se ha hecho mucho de cualquier otro exceso, se ha bailado, perreado, chismeado, se ha dado tremendo chucho y psicoterapia, y se ha hablado —¡ay!, cómo hablan los mortales! — de cine, de periodismo, de revolución, de amor, de política, de arte, de hegemonía cultural, de sexo, de silencio, de traición y de indiferencia, supremo pecado, según Gramsci.
Pero indiferencia no hubo cuando nos enteramos del incendio en Matanzas. De repente hubo que entender que el infierno sí existe, y que de hecho nos queda bastante cerca, a unos segundos del paraíso o a tres suspiros… Si llorar litros de lágrimas hubiera podido apagar las llamas, allí hubiéramos estado.
No puedo dejar de pensar que la voluntad política cubana en lo que tiene que ver con la cultura, por muy dañada que esté, y el empeño con el que jóvenes y menos jóvenes lo asumen como propio y lo defienden a capa y espada, incluso sin saldo, siguen siendo un milagro en el marco nacional e internacional.
¿Acaso no es indecente honrar la cultura en medio de apagones y carencias de todo tipo?, se habrán preguntado algunos.
¿Acaso no son precisamente los momentos de crisis donde no se puede dejar de alzar ese escudo que es el arte y la educación, un escudo contra la intolerancia, la rigidez, la demagogia y la corrupción?, opinan otros. Y es que se corre un peligro inmenso al abandonar el campo de batalla de las ideas y de las representaciones: el peligro de regresar al estado anfibio.
Volver al cine es permitir volver a soñar en grande, ampliar el panorama y agarrar firmemente valores, consistencias, contenidos, bellezas. Es volver a ver la luz en medio de la oscuridad, con los corazones bombeando a veinticuatro cuadros por segundo. Es volver a encontrarse con nuestra humanidad. Y parafraseando al pensador italiano, si bien puede ese proceso nutrir el pesimismo de la inteligencia, no quepa duda de que también alimenta el optimismo de la voluntad. ¡Gracias, Gibara! Gracias a todas y todos los que hicieron posible el Festival.
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