El Festival del Nuevo Cine Latinoamericano surgió en otro momento de la Historia. Eran tiempos fundacionales en Cuba, se estaba institucionalizando mucho de lo que hoy es cotidiano y acostumbrado. Pero los asuntos cambian y se imponen prioridades y tratamientos de temas que no están del todo presentes hoy en la agenda de dicho evento. Sigue siendo crucial que se hable de la integración y que se les dé voz a los más relegados del continente, pero la manera en que ello está aconteciendo no pasa por los lenguajes del pasado. Se está en la era de las tecnologías de las redes sociales. El Festival unía a los intelectuales de Cuba y de todo el hemisferio, se llegaba a los públicos jóvenes y había una sinergia en torno a los debates. Hoy todo está sucediendo en un organismo digital, que reta de forma constante la ocurrencia de la cultura en sus estancos tradicionales. En todo ello, la poca presencia de la crítica y la no jerarquización de los puntos de vista y del consumo hacen de este tema un caos de informaciones, juicios, tendencias y demás cuestiones de valor.
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Para tener un rigor en cuanto a la vida cinematográfica, Cuba no puede renunciar a los horcones sobre los cuales se erige la existencia de tal cosa. La crítica carece de las figuras de antaño, no se poseen los referentes poderosos que podían de alguna manera suplir desde la academia la carencia de recursos materiales. Y digo esto porque, amén de que desde los años noventa en el país hay una crisis que no se ha detenido, los críticos tuvieron la sabiduría para establecer pautas que no solo impactan en el consumo, sino en las producciones extranjeras y mixtas que suplieron la ausencia de una industria nacional poderosa. No era que se filmara cualquier cosa, sino que todo pasaba por el tamiz profesional de los que se dedicaban al cine y que actuaban como árbitros de dicho procedimiento. Hoy es más rizomático, caótico. Hay quien no entiende que el diálogo con los espacios emergentes es vital y por eso se dan los choques con los creadores que devienen en accidentes en el devenir de una construcción de vida colectiva y de bienestar para todos. Hechos como los de la Asamblea de Cineastas evidenciaron la razón máxima que debe tener la institucionalidad: dialogar con los creadores y vivir imbuidas en el mundo de dichos artistas. No se hace cultura desde el buró, sino que el dirigente tiene que salir y ver cómo se dan los procesos, incluso y dentro de la medida de sus posibilidades, participar.
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Los espacios no solo son para crear obras, sino que sobre todo se determina el sentido de lo que nos da existencia. La crítica con figuras como Rufo Caballero, Rolando Pérez Betancourt, Enrique Colina y otros de la vieja escuela; no solo ha sido capaz de ello en el pasado más reciente, sino que posee un legado al cual las nuevas generaciones no llegan ya sea por falta de interés, de promoción o de imbricación con las instituciones que hoy detentan esas responsabilidades. Mientras la prensa generalista publica apenas reseñas y no es capaz de vertebrar redacciones en las cuales se les dé paso a profesionales de alto nivel de especialización; no se puede esperar que el arte sea impactado por jerarquías preparadas, con seriedad. Y es que los paradigmas no han caído, sino que sufrieron las lógicas transformaciones, pero están ahí listos para ser recobrados y puestos en su función esencial. El consumo cultural requiere de cultura que no solo se resume en las bellas artes ni mucho menos en la farándula, sino en el entendimiento real de las dinámicas productivas de los creadores y en el impacto que ello determina en el alma de la nación.
El Festival es un magno evento que por décadas ha prestigiado a la cultura cubana, pero hoy por hoy requiere de actualización. No posee el alcance que antaño y sobre todo no genera ese espectáculo total que movilizaba a todo un país hacia La Habana y que era capaz a pesar del tercermundismo, de ser profundamente intelectual. Si bien conserva una parte de aquellos valores, existe un hiato en cuanto a la función de la crítica y de la intelectualidad que no se va a saldar de manera fácil. Los artistas tienen que volver a ver en las instituciones a sus aliadas que les darán la capacidad de moverse en pos de lograr proyectos y no como entes que poseen una poderosa burocracia que por lo general no está implicada ni es sensible con los procesos más complejos del cine. Se extraña la impronta de Alfredo Guevara, para quien todo esto hubiera sido una oportunidad para el enriquecimiento del debate en torno a qué es la cultura cubana y cuáles son los derroteros a asumir, pero la crisis del discurso cultural no solo está dada por lo material, sino por un desgaste de las formas en las cuales antes se daban las dinámicas de interrelación entre el artista, las instituciones y la propia vida profesional creativa. Si hoy es más fácil crear un proyecto que tenga autofinanciamiento desde el exterior y ello determina que la película posea niveles de autonomía, no tiene por qué verse como algo que vaya a atentar contra un orden determinado. Si el filme posee aristas filosas que de manera atrevida dialogan con la realidad, no tenemos por qué cancelar las exhibiciones. Sobre todo, porque en tiempos de las redes sociales todo está ya expuesto de antemano y las viejas lógicas, siempre erradas en materia de censura, poseen menos sentido que nunca si es que alguna vez lo tuvieron.
Hay que refundar muchas instancias de la nación para preservar la nación, entre estas, el cine. Las imágenes de los filmes de los grandes de Cuba seguirán siendo icónicas y expresarán la grandeza de un tiempo, pero no podemos seguir en ese instante. Estamos llamados a la evolución y ello implica que el mundo se establezca entre nosotros con todo su hálito de modernidad y de rapidez. Ya Cuba está en las redes sociales y nuestro consumo ha sido impactado pero las instituciones persisten en la vieja idea de la verticalidad y de otra estructura. Sin abandonar las ganancias de la política cultural, hay que reescribir el tiempo y recuperarlo. Que no exista ahora mismo una crítica vertebrada y comedida, con la seriedad que requiere esa transformación, habla acerca de lo mucho que se ha dejado a la improvisación y a la vera del camino. Para estar otra vez en la senda de todos hay que implicar a todos y jerarquizar el arte en su consumo. Ese reposicionamiento de lo que somos no quiere decir que eso determine un olvido, ya que todo se hace por y para la memoria.
El Festival no ha de arreglar lo que está roto, pero puede ser un pretexto para recuperar el mundo que se nos está perdiendo y en el cual Cuba era un universo de belleza, intelectualidad y creación aún en las peores condiciones del periodo especial. Hay que salvar el alma de la nación desde la oscuridad y el dolor, no queda de otra.
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