Desde hace años existe un proyecto de rescatar los danzones de Alejandro García Caturla. Todo ha ido quedando en la planificación y la visión, mas nada de lo que se pudo hacer de forma institucional ha ocurrido. Ese patrimonio, que conforma uno de los episodios poco conocidos, permanece en un limbo disperso, variable, incluso representativo de algún peligro desde el punto de vista de la conservación. El danzón es esa sonoridad que nos distingue durante una parte de la simbología nacional, pero que debido a dinámicas de consumo hoy se halla casi muerto. Son pocos los espacios en los cuales se escucha y se baila, mucho menos se le aprecia. Siendo ese un género primario de otros tantos de la historia musical cubana, no se ha hecho lo suficiente para que permanezca al menos como parte de programas de conservación.
En Cuba se han perdido no pocas partituras de los maestros porque a lo largo de los tiempos la noción de patrimonio no ha sido la misma. Difieren las eras en cuanto a los niveles de conciencia de la importancia de determinado registro. Así, mientras que en la época de Caturla podía haber alguna especialización en la crítica para reconocer el valor de su música, en los años de Esteban Salas o de Ignacio Cervantes era otro el panorama. Los tesoros que emanan de la esencia nacional no siempre fueron apreciados, ya que ello dependía de la construcción de poder y de las percepciones culturales que reinaban en la isla en diferentes épocas. Es por eso que resulta perentorio reconstruir la memoria y darles a esas partes dispersas el protagonismo justo. Ni los danzones de Caturla ni ninguna otra pieza merece el olvido y ahí es donde el Museo Nacional de la Música debería estar trabajando, en la digitalización de los legados, en la preservación de todo lo que es identitario. Las polémicas en las redes sociales en esta posmodernidad que se vive versan sobre cuestiones individuales o de índole tóxica, pero bueno sería para las nuevas generaciones poseer un magma accesible de manera fácil para el crecimiento espiritual y la preservación de la sensibilidad. En sitios como Alemania por ejemplo se vive el legado de Richard Wagner y todas las edades acuden a los festivales. Quizás aquí hemos cedido demasiado espacio a lo que no nos edifica.
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Entre todas las marcas que se han ido perdiendo se halla ese danzón que no se concibió solo para ser bailado, sino oído. Las piezas por sí mismas poseen una sonoridad que hablan de imágenes cubanas, de paisajes y de vivencias. Son una especie de crónica sin letra, que nos permite transportarnos en el tiempo. Pero la crisis del danzón comenzó tempranamente con las primeras influencias que, venidas del norte, fueron ocupando un sitio en los salones de baile y desplazaron lo criollo y lo hispano. Ese proceso de aculturación que se inició con la ocupación norteamericana y fue barriendo poco a poco con la resistencia que había en los bolsones de consumo. Hoy, la globalización ha llegado hasta el grado sumo de que todo lo que se oye en Cuba proviene de los circuitos comerciales y para escuchar otras sonoridades de índole culta hay que estar en espacios especializados. Un panorama preocupante ya que de ahí depende el paradigma del mañana.
La música es uno de los sellos que definen el carácter de las personas, los ritmos moldean el pensamiento y atraen determinadas percepciones. Ahí crece esa planta complicada, llena de vericuetos, que teje sus sonoridades en lo cotidiano. Muchos de los peores fenómenos que se han visto en los tiempos que corren poseen un correlato violento en las letras de canciones y en su contexto marginal elevado a espacios que no les corresponden. ¿Qué estaría pasando con los valores de la juventud si todavía el consumo fuera diverso y hubiera espacio para la música de concierto, el rock, la experimentación sonora y otros géneros? El aplanamiento de lo que somos nos ha pasado factura y hoy, amén de algún que otro sitio en internet, se adolece de la crítica que le coloque el cascabel a lo que de sobra es un proceso de degradación de los gustos, de los géneros y del pensamiento de generaciones.
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No solo nos preocupan los danzones de Caturla, sino que, con la desaparición de buena parte de las salas de teatro por el daño en la infraestructura, hay muchas personas que no conocen la ópera, el ballet, los conciertos de los clásicos. En esos agujeros negros surgen otros fantasmas que en su esencia no llevan nada constructivo. El arte no es meramente la representación recreativa del imaginario de una parte de la juventud, sino aquello que pudiera con su lenguaje revolucionar lo real. ¿Estamos dispuestos a reconstruir esas nociones que se han perdido? El camino institucional está lejos de eso y las estrategias no son las mejores. En los espacios de las provincias se viven programaciones culturales que carecen de un peso crítico y en las cuales persiste la sombra de una ramplonería burocrática. He visto planes de trabajo que intentan predecir cuantitativamente los públicos potenciales a cada una de las actividades. El absurdo se ha adueñado de las lógicas productivas y reproductivas.
Lo que ha crecido para nuestra juventud es una “alternativa” potenciada por las redes sociales y por el vacío de poder de los ambientes culturales. Tal opción no se distingue de la decadencia del trabajo simbólico que hoy caracteriza la cuestión en el mundo liberal. Los valores que se forman no van en la sintonía de la edificación humana, sino que se habla de la competencia, la individualidad, lo desleal, el uso de la fuerza, el irrespeto y la inexistencia de una otredad digna a la cual hay que guardarle un espacio en el mundo. Nada de eso conforma el universo de los géneros emergentes, ni de sus cultores, por mucho que se les quiera salvar.
Los géneros que poseen arraigo tienen derecho a la vida y a un mercado, pero también la identidad nacional debería implementar acciones más conscientes que no nos dejen en la estacada en materia de conservación. Luego de que todo se pierda y los espacios fenezcan, no habrá vuelta atrás. Hoy nadie o pocos se ocupan del danzón, habrá que preguntase si ese será el destino de otras sonoridades bajo asedio.
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