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lunes, 23 de diciembre de 2024

De calzos y consecuencias

El escándalo de espionaje global que involucra a las autoridades norteamericanas tiene viejos antecedentes...

Néstor Pedro Nuñez Dorta en Exclusivo 05/11/2013
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El espionaje estadounidense preocupa a miles de ciudadanos en todo el mundo.

Las leyes y disposiciones oficiales-ha dicho alguien-deben estar diseñadas para regular, proteger y validar los elementos más objetivos y lógicos de la realidad en el entorno social que le corresponde, de manera que cuando violan esos parámetros para devenir objetos de caprichos, tergiversaciones, incapacidad, miopía política, tergiversaciones personalistas o sectoriales, y despreciables intereses,  entonces están condenadas al fracaso y ser fuentes de no pocos entuertos e insatisfacciones.

Ejemplos sobran en la historia y la contemporaneidad, y tal vez uno de los más sonados en nuestros días se vincula al sonado descrédito  que para las autoridades norteamericanas ha acarreado la aplicación sin límites de manipulados decretos oficiales ligados a la pretendida defensa de la seguridad nacional en el terreno de la recopilación de información dentro y fuera del país.

Desde luego, existen factores que no pueden obviarse en la génesis de este peliagudo asunto.

El primero de ellos es la máxima repetida una y otra vez  por estadistas, parlamentarios, dueños de monopolios y figuras ligadas al modelo imperial, en torno al destino manifiesto de los Estados Unidos como “adalid de la humanidad” y nación que no tiene socios, sino únicamente intereses.

Eso por una parte. De la otra, la martillada e instituida práctica del “ajuste” oportunista del aparato legal para intentar imponer las aspiraciones hegemonistas de los grupos locales más reaccionarios y dogmáticos, tanto frente a oponentes internos como externos.

Porque a estas alturas, son muy pocos los que niegan que la enfermiza intromisión de la Agencia de Seguridad Nacional de los Estados Unidos en las comunicaciones telefónicas de no menos de treinta y cinco líderes mundiales, y el insistente rastreo de las llamadas y los accesos a Internet de millones de norteamericanos y ciudadanos de otros países, están íntimamente relacionados con el deseo de neutralizar descontentos y silenciar disidencias, a la vez que conocer al detalle lo que piensan, creen y dicen hasta sus más íntimos aliados internacionales, tampoco ajenos en calidad de víctimas a la ola fisgona  Made in USA.

Para algunos observadores y medios especializados, los vientos iniciales de esta tormenta que hoy sopla con toda su fuerza alrededor del orbe, se relacionan con los poderes omnímodos que en materia de “lucha contra el terrorismo” se colocaron en manos de la administración de George W. Bush luego de los atentados del 11 de septiembre de 2001, y con disposiciones tan hondamente coercitivas como la llamada “Ley Patriótica”, aprobada por aquellos días.

Un decreto, vale recordar, que otorgó el “derecho” a las autoridades de ejecutar arrestos indiscriminados y prolongados de “sospechosos”, practicar la intromisión en la vida privada de las personas, y ejercer la represión de criterios discordantes y el control  de la información pública. Además, el incentivar la delación masiva a partir de exacerbar el temor, el racismo y la xenofobia a escala social.

No era, desde luego, el único ejemplo de su tipo en la acción oficial norteamericana destinada a justificar el fisgoneo y el dominio a escala interna y externa.

Como parte de la Guerra Fría y el enfrentamiento al “peligro comunista” que se decía soplaba desde la entonces Unión Soviética y sus aliados de Europa del Este, el mundo conoció a fines de la década de los cuarenta del pasado siglo las prácticas intimidantes e injerencistas del Maccarthismo, que se tradujeron en la persecución de las ideas de izquierda en los Estados Unidos, y en el atizamiento de crecientes tensiones contra la denominada por la prensa imperial “Cortina de Hierro”.

Pero no era todo en el devenir de  los grupos ultraconservadores norteamericanos y sus intentos por espiar, perseguir y destruir el menor intento de rebeldía.

En su libro La Otra Historia de los Estados Unidos, el estudioso Howard Zinn refiere que en 1917, cuando el gobierno del presidente Woodrow Wilson decidió la entrada del país en la casi concluida Primera Guerra Mundial  de manera de tomar parte de forma altamente ventajosa en el nuevo reparto del orbe, el Congreso accedió a aprobar  la llamada Ley de Espionaje, que contenía una cláusula que estipulada penas de hasta dos decenios de  cárcel contra cualquier ciudadano “que promueva intencionalmente, o intente promover, insubordinación, deslealtad, sedición, o se niegue a cumplir su deber en las fuerzas armadas o navales, u obstruya el reclutamiento y el servicio de alistamiento.”

Una Ley que, según el ya mencionado historiador norteamericano, envió tras la rejas a cerca de mil pacifistas y personas de izquierda, y que hizo de la titulada “gran prensa” nacional una total colaboradora del gobierno mediante la intensificación, en sus páginas y espacios, del ambiente de rechazo, odio y resquemor hacia los posibles opositores a la guerra.

Y vale preguntarse entonces, a manera de colofón, si acaso semejante cuadro no ha sido y es absolutamente recurrente, hoy incluso con una negativa dimensión global sin precedentes.  

 


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Néstor Pedro Nuñez Dorta

Periodista


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