Moverse entre paradojas parecería inherente a la sociedad imperial norteamericana.
Así, por ejemplo, se proclama campeona de la lucha mundial contra las drogas mientras es el primer consumidor global de sustancias prohibidas, o se autotitula enemiga mortal del terrorismo mientras da cómodo albergue a asesinos y genocidas de toda catadura.
Y la noria se repite ahora con el asunto del trasiego de armas que, precisamente, ocupa dos semanas de debates en el seno de la Organización de Naciones Unidas, ONU, empeñada en intentar reducir una actividad que representa cerca de 150 mil millones de dólares en transacciones anuales para los grandes consorcios de la guerra y para especuladores y grupos criminales.
Así, al tiempo que en Nueva York la comunidad global se adentraba en tales menesteres, el congreso norteamericano se declaraba incapacitado para establecer mínimas normas internas para la venta masiva de armas de combate a sus ciudadanos, causantes tales pertrechos de episodios tan atroces como las más recientes masacres en escuelas y lugares públicos.
Justo estos sangrientos hechos volvieron a incentivar reacciones adversas a la venta indiscriminada de medios de muerte, que los poderosos mercaderes han incentivado históricamente en la primera potencia capitalista mediante su asociación a una presunta “seguridad personal” o a estereotipos de “poder individual” y logro de “respeto público”, entre otros sofismas.
No obstante los intereses ajenos a la verdadera estabilidad ciudadana son mucho más poderosos que las desgracias vividas por numerosas familias estadounidenses.
En consecuencia, el Partido Demócrata, que llevó ante el Congreso una propuesta de la Casa Blanca para limitar la venta de armas de asalto, debió anunciar su renuncia a proseguir los debates debido a que el texto no logró el respaldo necesario como para seguir adelante.
Según los voceros demócratas, la iniciativa apenas reunía cuarenta votos de los sesenta requeridos para pasar a otras instancias legislativas, junto al hecho de que, desde ya, varios gobiernos estaduales discutían la puesta en marcha de disposiciones locales contrarias a los apartados del citado documento a fin de “matar la criatura antes del posible alumbramiento.”
Desde luego, no se trata de un colofón inocente. Detrás del sabotaje y la negativa a intentar regular parte del mercado interno de artilugios de muerte en los Estados Unidos, están poderosos grupos como la Asociación Nacional del Rifle, que bajo el manto del pretendido derecho de cada persona a armarse, en realidad pretenden resguardar una parte considerable de las enormes ganancias del consorcio militar industrial.
Según datos conservadores, cada año salen a la venta pública en territorio norteamericano no menos de siete millones de armas, y para algunos expertos a estas alturas en ese país es posible que existan más pertrechos que personas.
Por demás, la industria bélica norteamericana es la primera suministradora global de tales artefactos y sus aditamentos, con producciones y suministros anuales que rondan los 500 mil millones de dólares.
La clientela global es también enorme entre la gente común. Medios de prensa consignan, por ejemplo, que en la actualidad una de cada diez personas en el planeta cuenta con algún tipo de artefacto de muerte procedente del comercio legal o ilegal.
Por su parte, según una reciente encuesta nacional, solo en los Estados Unidos, país donde el Tribunal Supremo a consignado el “derecho” de todo ciudadano a “defenderse”, cerca de treinta y cinco por ciento de los hogares poseen armas de fuego.
De manera que mientras existan tales condicionantes, seguirá siendo pura quimera pretender que un día la gente pare de matarse en las calles norteamericanas a la usanza del Viejo Oeste: a puro y limpio balazo.
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