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martes, 19 de noviembre de 2024

Montmartre de Río de Janeiro

En su privilegiada ubicación en una montaña, el barrio de Santa Teresa es refugio de artistas e intelectuales en la ciudad carioca...

Clara Lídice Valenzuela García en Exclusivo 06/08/2016
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En una de las pocas laderas de Río de Janeiro sin favelas, aparece como salida de un cuento de grabados el barrio de Santa Teresa, habitado por artistas y bohemios, y famoso por su bondinho (bonde, tranvía), sin puertas, que sube y baja por los rieles de calles adoquinadas de manera constante, precisa, dejando ver un paisaje urbano histórico y singular.

Santa Teresa, casi pegado al tampoco convencional barrio La Lapa, con su famosa Escalera de Selarón que también lleva a los dos sitios, se encuentra muy próximo a la agitación del centro de Río de Janeiro, el lugar escogido para las oficinas, las tiendas, los mercados al aire libre, los bares oscuros, y refugio nocturno de gente pobre que duerme en los portales y abrigo de la iglesia de La Candelaria. En este morro de gente trasnochada el ambiente es calmado.

La Escalera de Salerón es célebre en tierras cariocas. El artista chileno Jorge Selarón (1947-2013) dedicó una parte de sus últimos 23 años de vida a embellecer con azulejos de todos los colores, especialmente naranja, los 251 peldaños que llevan a la comunidad. Cuando la revistió completamente, los azulejos originales fueron reemplazados por otros que le obsequiaban visitantes de distintas partes del mundo. Ese paso devino uno de los símbolos de Río y sitio obligado para turistas nacionales y foráneos.

Siempre corre la brisa de la ladera entre los edificios coloniales y calles adoquinadas. En ese sitio, que parece salido de un antiguo libro de grabados, residen más de 40 000 personas, vinculadas al arte de una u otra forma. Rodeado de una vegetación frondosa, hay quienes suben y bajan a pie en tramos no exentos de peligro. Posee 515,71 hectáreas, con un 54,70 por ciento de ellas urbanizadas.

Cuando en los años 20 del pasado siglo los ricos decidieron huir del calor y de los turistas —siempre presentes en la urbe carioca— comenzaron a levantar sus mansiones en la ladera llamada del destierro, ya que durante décadas fue habitaba por una única persona, Antonio Gómez del Destierro. Ese portugués edificó en el siglo XVI una rústica vivienda y una ermita dedicada a la virgen de la que tomó su apellido.

Según la historia local, aquel hombre convivió en paz con los negros esclavos que escapaban de las haciendas y buscaban una ruta de escape de densa vegetación, donde crearon sus quilombos (comunidades de hombres libres). Como la ladera era alta y alejada, resultó un buen escondite.

Era 1750 cuando Jacinta y Francisca Rodrigues, dos hermanas que eran miembros de una acomodada familia, decidieron consagrarse a la vida religiosa y en el lugar donde existía la ermita de la Virgen del Destierro levantaron el Convento de Santa Teresa de Ávila de la Orden de las Carmelitas Descalzas. Este fue el sitio de acogida de las primeras monjas del país y otras llegadas del extranjero.

Tan singular obra, y las féminas que lo habitaron, hicieron que la población comenzara a llamar a la montaña Santa Teresa y luego al barrio que surgió a su alrededor.

Ahora, conocido también como el Montmartre de Río, en alusión al famoso espacio parisino, deviene no solo centro de la intelectualidad carioca, en especial de los literatos y artistas de la plástica, sino también un sitio donde confluyen restaurantes que tampoco traspasaron la puerta de la modernidad y en los que se encuentran platos típicos de distintas regiones del país.

Pintores y escultores abren sus hogares a los visitantes, siempre previa consulta, para que conozcan sus obras; los talleres de trabajo se esparcen por las rutas; museos; cuidados jardines; diminutos parques; pequeños mercados a tono con el lugar muestran artesanías y libros; están los antiguos bodegones para degustar la comida nordestina, en especial el tasajo —la llamada carne de sol— con yuca frita del nordeste, la feijoada (frijolada) típica de Río de Janeiro, y los dulces de Minas Gerais.

Para los habitantes de Santa Teresa, tener allí sus hogares con las puertas abiertas es un privilegio, pues no hay el peligro latente de la delincuencia carioca. Desde cualquier punto de la comunidad montañosa se observan los bellos paisajes de las playas y sus mogotes marinos, la ilusión del Cristo del Corcovado entre las nubes; la Catedral Metropolitana de gigantescos vitrales, el ir y venir de los aviones del aeropuerto Santos Dumont, casi en pleno centro de la capital municipal del Estado de Río de Janeiro y que debe su nombre al piloto que, según los exagerados brasileños, fue el primero en construir un aeroplano y volarlo.

Con sus aires de pueblito de siglos pasados, Santa Teresa es uno de los sitios más encantadores de Río de Janeiro, ciudad con poético nombre de Río de Enero, ahora visitado por millones de personas que asisten, desde los cinco continentes, a los XXXI Juegos Olímpicos en esa capital municipal, en sí misma una vitrina representativa de la belleza y la desigualdad social de Brasil.


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Clara Lídice Valenzuela García

Periodista


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