Tres tazas para el hegemonismo

Recién defenestrada la Unión Soviética a fines del pasado siglo, los ideólogos norteamericanos “biblificaron” el comportamiento imperial para el futuro. “Nunca más Estados Unidos permitirá la existencia de otras potencias globales”, sentenciaron entonces.

Y todo fue bien mientras en Moscú los oportunistas de turno desmembraban a la URSS y en China las fuerzas económicas desatadas apenas balbuceaban.

Después, cuando en el Kremlin un giro de 360 grados levantó las banderas de la dignidad nacional y del rescate de la historia patria, y Beijing comenzó a copar los mercados mundiales y a elevar su crecimiento económico a ritmos sin precedentes, los hasta entonces confiados hegemonistas cayeron en la cuenta de que ni el oso ruso ni el dragón chino serían fácilmente colapsados.

Desde entonces, ambos se convirtieron en los enemigos centrales del acariciado imperio global, y todo lo hecho y dicho en materia geopolítica no tendría en lo adelante otro objetivo que cercenar ambos poderes emergentes.

Y como suele pasar, la prepotencia ciega lleva al peor de los yerros. Y si analistas y estudiosos entendieron desde un primer momento el destructivo juego de los aspirantes a emperadores del orbe, qué decir de quienes se vieron transformados en blancos preferentes de tales aberrados políticos.

En consecuencia, y como lógica e indispensable reacción defensiva, Moscú y Beijing optaron por converger de manera creciente para multiplicar la resistencia ante quienes sueñan con defenestrarles, hasta llegar a nuestros días en que ambas capitales anuncian el establecimiento de una sólida y multifacética alianza estratégica.

Lo acaba de confirmar precisamente la aún fresca presencia en China del presidente ruso Vladimir Putin, justo en medio de sendos episodios agresivos imperiales. El primero, el intento de convertir a Ucrania en punta de lanza avanzada en el cerco territorial a Rusia. El segundo, la acusación de que militares chinos realizaban presuntas actividades de espionaje industrial y económico contra Estados Unidos.

Desde luego, ambas circunstancias son apenas botones de muestra de los constantes dislates reaccionarios contra Rusia y China, que ya habían incluido las guerras de ocupación en Afganistán e Irak, el derrocamiento de las autorida-des libias, la agresión contra Siria, la incorporación a la OTAN de varias nacio-nes del Este europeo, el despliegue del sistema antimisiles y el apresurado reforzamiento militar Made in USA en la zona Asia-Pacífico, entre otros episodios con un mismo fin estratégico.

Rusia y China, por cierto, dos gigantes en indetenible crecimiento, no hacen otra cosa que contestar a tono con la fuerza que poseen.

Así, más de cuarenta convenios energéticos, de construcción, agrícolas, y de desarrollo industrial, comercial y social, fueron suscritos entre Vladimir Putin y su anfitrión Xi Jinping, durante la estancia del mandatario ruso en China.

De hecho, el comercio bilateral, que actualmente ronda los 90 mil millones de dólares anuales, pasará a más de 100 mil millones en 2015, y superará los 200 mil millones para 2020.

Moscú elevará aún más sus suministros de petróleo y gas al gigante asiático, mientras Beijing será bienvenido en el desarrollo del oriente ruso y en la explotación y uso de sus enormes recursos naturales, sin olvidar la entrada de China al espacio del Mar Negro a través de las zonas de desarrollo que el Kremlin planea establecer en las recién recuperadas Crimea y Sebastopol.

A ello se suma la anulación del dólar en buena parte de las operaciones financieras bilaterales a favor del uso de las respectivas monedas nacionales, en lo que implica la inédita fractura del monopolio del billete verde como medio de cambio internacional.

Si a ello se añade, además, una comunión militar creciente, que tuvo nueva demostración en las maniobras navales conjuntas durante la visita de Putin a la ciudad portuaria de Shanghai, y el desarrollo de proyectos comerciales regionales de alto vuelo como el que pretende reavivar la ancestral “Ruta de la seda”, desde el oriente chino hasta el occidente ruso, pasando por otras naciones limítrofes, entonces se comprende la dimensión del muro que ambas potencias emergentes erigen frente a las bravuconerías absolutistas de los grupos reac-cionaros estadounidenses.

En consecuencia, y en Washington sin dudas ya lo saben, el hegemonisno preconizado como verdad divina a fines del pasado siglo es cada vez más una absurda quimera, con más razón cuando, lejos de asustar y mediatizar voluntades, recibe como única y férrea respuesta la identificación creciente, multifacética y efectiva de los “candidatos a desaparecer”, según el más dogmático léxico imperial.