Era el 28 de agosto de 1963, al pie del Monumento erigido al presidente Abraham Lincoln. La escalinata del templo griego se extendía hasta un gran tapiz humano; una muchedumbre de cabezas negras y cabezas blancas, de rostros morenos y rostros pálidos. En todas las manos, otras manos, entrelazadas por la persistencia de los ideales en medio de circunstancias que hacen causa común: infinitas horas de trabajo, segregación racial, derecho al voto, desempleo, maltratos laborales.
Transcurría un día inolvidable en los Estados Unidos de América, ese en que más de 2 000 autobuses, 21 trenes especiales, 10 aviones fletados e incontables vehículos aparecieron al pie del Monumento a Washington, y desde ese gran obelisco de blanca causa anduvieron hasta el pie de Lincoln. Aquella fue La Marcha sobre Washington por el trabajo y la libertad, una protesta que marcó la historia americana con su consigna “empleo, justicia y paz”.
Acontece entonces uno de los momentos más importantes para la gente humilde en este y otros lugares del mundo. Es más intenso el día en la medida en que oradores de organizaciones sindicales, religiosas y de derechos civiles ascienden las escalinatas que los separan de Lincoln, y desde allí ofrecen los porqués y por cuántos de semejante aglutinación.
Entre estas figuras se encuentran nombres ya resonantes como el dirigente sindical Walter Reuther. Católicos, protestantes y judíos, hombres de letra y mujeres de duro bregar aplauden el discurso que lee Floyd McKissick y que fue escrito desde la cárcel de Luisiana por el activista James Farmer. La multidud se enternece con la música de Bob Dylan, aplaude aún más a la “Venus de Bronce”, la única oradora femenina, aquella actriz que había sido primera en muchos asuntos Joséphine Baker.
Pero, un momento esperan los miles de participantes, ese en que un afroamericano sin precedentes asciende las escalinatas y comienza a hablar. Su nombre es Martin Luther King, y viene a hablar como Jesucristo, en una retórica hermosa de palabras divinas contaminadas por los asuntos dolorosos de los hombres, con la vida trascendida de quienes no pueden alzar su mirada al nivel de los cielos, debido a la segregación que sufren a causa del privilegio de su piel, hermosamente anochecida.
“Llegó como un precioso amanecer para terminar una larga noche de cautiverio”. Con esta referencia a La Proclamación de Emancipación de 1863 realizada por el presidente Lincoln, aquilata su misión en la tierra un pastor de la iglesia bautista que, más allá de su misión cristiana, afirma un legado de verdadera compasión por los que sufren.
King, en un hermoso paralelismo advierte unas cuatro veces en su sermón; “Ahora es el momento…”, y más tarde su retórica se inclina hacia la capacidad de los seres humanos para imaginar un mundo mejor. “Yo tengo un sueño…”, repite una, otra y seis veces a su auditórium, insiste en el país que le gustaría para sus hijos y para los hijos de sus amigos, de sus familiares, de toda América. Y el sueño del predicador es un país más justo y pacífico, en donde los negros tengan el mismo derecho a la plenitud del hombre, como lo tienen los blancos.
La Biblia, es su instrumento en esta cruzada, y de ella se arma, como un caballero que parte al campo de batalla, dispuesto a dar su vida por mostrarle al mundo, nada más y nada menos, que un sueño. “Sueño que algún día los valles serán cumbres...”, toma prestado del libro Isaías 40:4. Invoca en su contienda a la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, la Proclamación de Emancipación, y la Constitución de los Estados Unidos.
Con semejantes dioses era imposible que el sueño de Luther King pasara inadvertido en medio de aquella masa amorfa, negra en su mayoría. Para ellos y para quien quisiera hacerse eco, denuncia ejemplos puntuales del racismo que persisten a un siglo después de que todos los esclavos de los Estados Confederados de América fueran liberados.: “Five score years ago...”, cita al propio presidente americano en el Discurso de Gettysburg.
No, no estamos satisfechos, vuelve a insistir el pastor y líder negro, “hasta que la justicia ruede como el agua y la rectitud como una poderosa corriente”. (Amós 5:24) Transformación y cambio, “Ahora es el momento”, no hay un después, porque no se puede dejar para el mañana un asunto enlentecido durante cien años. La libertad es plena, King lo sabe, también los conglomerados en honor a su palabra. Su sueño de igualdad social debe ser emprendido por todos ahora mismo.
No pide violencia, sino un cambio pacífico, que permita a una mujer negra reservar en los moteles, ir a universidades en que solo son admitidos los blancos y mostrar el orgullo de sus ojos grandes, su cabello espeso, su piel de ébano y su corazón endurecido por la lucha social. Su mensaje es poderoso, persuasivo, su discurso es de una hermosura tal que no tardará en hacer eco entre los poetas y los políticos más renombrados.
Es el año 1963, ha pasado un siglo exacto de Proclamación de Emancipación. Pero aún los negros tienen cadenas ceñidas al alma, la moral y el ejercicio ciudadano de sus derechos. Frente al presidente Lincoln, un pastor de Iglesias habla por los segregados. Pero su mensaje es de esperanza.
Desde este día, el discurso de Luther King, Yo tengo un sueño (I Have a Dream), será considerado entre los mejores de la historia, para los estudiosos de la retórica es el más bello e importante sermón del siglo XX. Para la comunidad de raza negra, fue mucho más. La Ley de Derechos Civiles de 1964, que fue promulgada por el Congreso de los Estados Unidos en 1964, prohíbe la discriminación también en las escuelas y los “lugares públicos”. En el año 1965 se aprueba una ley histórica dentro de la legislación estadounidense: La Ley de Derecho al Voto que condenó prácticas discriminatorias en ese ejercicio cívico.
Pero, aun así, en el siglo XXI incluso, se hace necesario mirar hacia la obra de estos líderes que marcharon y se aglutinaron en contra de la alienación de los seres humanos, por su piel. Sino instituido, el racismo tiene es los tiempos modernos disfraces peligrosos, subyace en la moralidad, el habla, la forma de vida o las normas por las que se rigen algunos grupos de personas, o individuos aislados. Aún tendremos un sueño, el sueño de la completa inclusión social, de la hermandad entre todos y cada uno de los seres que habitan la tierra.
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