Hace poco le escuché a una joven afirmar que ser cubana era un orgullo, pero ser camagüeyana era un privilegio.
Frase ingeniosa que puede ser atribuida a cualquiera de los demás territorios del país, pero que dice mucho del amor y apego que sienten los hijos de esa región al terruño que les viera nacer. Por demás, única provincia en Cuba identificada con un gentilicio derivado del apellido de uno de los próceres de mayor estatura revolucionaria: agramontinos.
Y es que ser nacido en la tierra donde viera la luz y cayera en combate Ignacio Agramonte y Loynaz, el Mayor, identifica a un pueblo culto que ama y respeta sus tradiciones y se siente comprometido con el legado dejado por quien también fuera conocido como el Bayardo de Cuba, el caballero valiente y sin tacha.
Para los camagüeyanos –quienes el pasado 2 de febrero conmemoraron el aniversario 505 de su fundación- ser llamados agramontinos es identificarlos con la ciudad hermosa de los tinajones y las iglesias. Esa villa de singular belleza y trazado irregular y sinuoso de sus calles que la convierten en joya de la arquitectura colonial, pero por encima de eso, representa asociarlos a la valentía y dignidad del prócer que cayera en los potreros de Jimaguayú, el 11 de mayo de 1873, hace ahora 146 años.
José Martí afirmó que Carlos Manuel de Céspedes era el ímpetu, pero que Agramonte representaba la virtud, y lo calificó como «diamante con alma de beso». Y es que el hijo del Camagüey, el abogado que elaborara, junto a Antonio Zambrana, la primigenia Constitución de Guáimaro y dirigiera la famosa caballería camagüeyana, la fuerza militar cubana mejor organizada y aguerrida de la Guerra de 1868, resumía todas las virtudes del patriota acrisolado, del intelectual lúcido y del esposo amoroso.
Era, sin duda, Ignacio Agramonte, la figura de la Guerra de los Diez Años que en sí misma reunía las dos cualidades indispensables para llevar a feliz término la contienda bélica del 68: la del militar audaz en el campo de batalla y la del tribuno ardiente en el campo de las ideas; todo ello, lamentablemente truncado con su muerte gloriosa, con 31 años de edad.
Apenas iniciaba la Revolución en el Camagüey, cuando Ignacio Agramonte en la reunión de Minas, el 26 de noviembre de 1868, prestaba su primer gran servicio a la Revolución al oponerse a los planes de capitulación de los hermanos Arango, quienes proponían deponer las armas ante España: “Acaben de una vez los cabildeos, las torpes dilaciones, las demandas que humillan. Cuba no tiene más camino que conquistar su redención arrancándosela a España por la fuerza de las armas”.
Vendrían después las hazañas heroicas y sublimes, como aquella inolvidable del rescate del brigadier Julio Sanguily, cuando con 35 hombres atacó a una columna española de más de 120 soldados y salvó la vida del compañero de luchas.
En su arenga, al divisar al enemigo, había dicho Agramonte: “En aquella columna, va preso Julio Sanguily. Es necesario rescatarlo, vivo o muerto, o quedar todos allí”. Luego, al recordar la valentía mostrada en aquella osada carga al machete, afirmaría: “Mis soldados no pelearon como hombres, lucharon como fieras”.
El Mayor del Camagüey hablaba bajo, con tono pausado, y solo el movimiento de las manos, sugería el rumbo de la conversación. Por eso, al agitarlas, sus hombres, que lo idolatraban, afirmaban: “Ahí está el Mayor salando”, como sinónimo del regaño discreto al infractor de la disciplina mambisa.
Amó con locura a su esposa Amalia y al hijo nacido en los avatares de la guerra. La belleza de sus cartas de amor, son aún sinónimo del apasionamiento desbordado de un hombre hacia una mujer, condicionado por su otra gran pasión: la independencia de Cuba.
Tuvo tiempo Agramonte, en medio de las penurias de la lucha, para enseñar a leer y escribir a su ayudante Ramón Agüero, y cuando en 1871, llamado el año terrible de la Revolución, alguien se quejó en su presencia y preguntó desanimado cómo iban a seguir luchando contra España, respondió de manera tajante: “¡Con la vergüenza de los cubanos!”
Y aunque tuvo diferencias con Carlos Manuel de Céspedes, al punto de llegar a retarse a duelo, pospuesto siempre por la causa mayor de la independencia, nunca permitió que se hablara mal de él en su presencia.
Hecho histórico veraz, que recogió nuestro Martí en su bella semblanza titulada Céspedes y Agramonte: “Pero jamás fue tan grande, ni aun cuando profanaron su cadáver sus enemigos, como cuando al oír la censura que hacían del gobierno lento sus oficiales, deseosos de verlo rey por el poder como lo era por la virtud, se puso en pie, alarmado y soberbio, con estatura que no se le había visto hasta entonces, y dijo estas palabras: "¡Nunca permitiré que se murmure en mi presencia del Presidente de la República!"
Todas esas acrisoladas virtudes están presentes en los agramontinos de hoy, pues en los camagüeyanos y su comportamiento cotidiano está vivo el legado dejado por aquel valiente caído aquel fatídico 11 de mayo de 1873.
Por eso, aunque los españoles esparcieron sus cenizas, para que no existiera un lugar para venerarlo, lo que consiguieron es que el espíritu y ejemplo del Mayor se impregnara en cada calle, en cada casa y en cada alma de esa región cubana; esa misma alma patriótica que les hace afirmar con orgullo ser hijos de Agramonte, ser agramontinos.
Loreto
12/5/19 19:02
Verdaderamente Camaguey es y sera siendo Camaguey.
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