A raíz del crack bancario de 1929, la mayoría de los países establecieron en sus economías una política intervencionista del Estado. Fue principalmente en Alemania donde se dieron una serie de circunstancias económicas y sociales que favorecieron el desarrollo del fascismo nazi, atizando el sentimiento ultranacionalista y antisemitista que con el tiempo desembocó en su política de expansión, aceleradora del conflicto bélico más grande y sangriento de la historia.
Hoy hasta los historiadores ultraderechistas reconocen el protagonismo de Adolfo Hitler como su causante, habida cuenta de que manipuló el poder conferido por la constitución para actuar como jefe de las Fuerzas Armadas (Wehrmacht) y organizar un Alto Mando de estas bajo su dominio absoluto.
Al cabo de varios lustros de culpar al Tratado de Versalles y las severas condiciones impuestas a la derrotada Alemania del Kaiser Guillermo II, la crisis económica del 29 y algunos otros factores visiblemente traídos por los pelos, tales analistas no han podido substraerse a la hegemonía hitleriana que desató el holocausto mundial.
Tal hegemonía la enfiló, primero, a la anexión de Austria (Anschluss), y acto seguido a la "adquisición" de los Sudetes, maniobras ambas santificadas por las democracias occidentales en la Conferencia de Munich (1938), aunque severamente criticadas por buena parte de los países europeos que avizoraban las futuras intenciones del antiguo ex cabo Adolf Schicklgruber.
Vale recordar que en este contexto, el entonces primer ministro inglés, Neville Chamberlain, desempeñó el más lamentable de los papeles, plegándose a todas las exigencias germanas; en definitiva, tanta genuflexión le costó el cargo. El siguiente paso de las ya desatadas hordas nazis fue la ocupación del llamado corredor de Danzig, acto detonador de la hecatombe bélica.
Tras la rendición de Francia, Inglaterra había quedado prácticamente sola para combatir a las fuerzas del tercer Reich y con el agravante de que ahora los aviones de la Luftwaffe podían despegar desde las costas galas en sus incursiones contra las islas británicas.
TRUENAN LOS CAÑONES NAVALES
La madrugada del 1 de septiembre de 1939, el acorazado alemán Schleswig-Holstein dio inicio a la Segunda Guerra Mundial bombardeando el fuerte polaco de Westerplatte en el Mar Báltico. Al siguiente día, el gobierno de Danzig pidió su anexión a la Alemania nazi bajo el lema hitleriano "Danzig es una ciudad alemana y quiere pertenecer a Alemania"… Tal patraña se tradujo en el asesinato de 10 000 polacos solo en los primeros siete días de ocupación.
La guerra llegó a involucrar, en mayor o menor grado, a 61 Estados del planeta y las acciones bélicas se libraron en el territorio de 40 países de Europa, Asia y África. En ellas participaron millones de soldados y oficiales, tanto de parte del eje Berlín-Roma-Tokio y de sus satélites, como de la coalición antifascista liderada por la Unión Soviética, Estados Unidos y Gran Bretaña. Casi sesenta millones de vidas fue el precio pagado por la humanidad a consecuencias de las aventuras militares de los jerarcas fascistas europeos y del Japón militarista.
Desde los primeros días de hostilidades, cuando fue torpedeado el Athenia, el conflicto marino tuvo características sui generis. No hubo, como en la I Guerra Mundial, grandes batallas navales al estilo de las de Jutlandia, Coronel o las Malvinas, por solo citar unas pocas, pero se luchó encarnizadamente y de modo más dramático dada la soledad de los encuentros.
El rol protagónico lo desempeñó la flota británica, encargada de proteger no solo las comunicaciones de la marina mercante, sino también de mantener el bloqueo contra Alemania y atacar a los submarinos, barcos mercantes y demás unidades de superficie enemigas.
Su similar nazi embistió con rapidez y efectividad. El 3 de septiembre de 1939, fecha en que el Reino Unido declaró la guerra a Alemania, el U-30 se encontraba a la altura de la costa noroeste de Irlanda. A las 4:30 de la tarde, inició la persecución de un buque de alto porte que parecía provenir de las islas Británicas. Se trataba del Athenia, trasatlántico inglés de 13 581 toneladas, con 1 418 tripulantes y pasajeros a bordo, de los cuales 300 eran estadounidenses, o sea, ciudadanos de una nación neutral. En definitiva murieron 118 pasajeros, de los cuales 28 eran estadounidenses.
El 18 de septiembre, en plena campaña polaca, otro submarino hundió en el canal de Bristol un portaaviones británico. Y poco después, el 14 de octubre de 1939, en un alarde de pericia y arrojo, el U-47 comandado por Günther Prien penetró en Scapa Flow y echó a pique el acorazado Royal Oak, fondeado precisamente en una de las bases más protegidas de la Home Fleet.
Pero más letal que los submarinos resultó, en aquellos preludios, el debut de los acorazados de bolsillo y los cruceros acorazados, que causaron estragos en la flota aliada. Me refiero al Deutschland en el Atlántico Norte y el Almirante Graf Spee en el Atlántico Sur, y los cruceros Scharnhorst y Gneisenau, dedicados a las caza de buques aliados.
Ciertamente los alemanes carecían de una gran marina de guerra, pero compensaron tal falencia aplicando nuevas técnicas de combate, de buques súper blindados y de armas, como la mina magnética, desarrollada en absoluto secreto y causante del hundimiento o la inutilización de numerosas unidades rivales. Finalizando el año 1939 los submarinos y acorazados alemanes ya habían enviado a las profundidades 255 barcos, equivalente a un total de 855 000 toneladas.
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