La agenda de fechorías practicadas por militares estadounidenses, muchas incluso contra sus propios compatriotas, es tan copiosa como luctuosa.
Sin escarbar mucho me vienen a la mente la autodestrucción del acorazado Maine en la bahía habanera, en febrero de 1895; el “sorpresivo” bombardeo nipón a Pearl Harbor de diciembre de 1941, que casualmente despertó el espíritu bélico estadounidense, anestesiado desde el 1ro de septiembre de 1939, cuando echara a andar la destructiva maquinaria de guerra nazi… y un etcétera realmente extenso.
No quiero dejar pasar la ocasión para recordar una casi olvidada fechoría.
Ocurrió en 1779, cuando la soldadesca dirigida por dos ayudantes de George Washington, los generales John Sullivan y George Clinton, masacraron a cientos de mujeres y niños iroqueses mientras dormían en Sullivan Raid, so pretexto de “aterrorizar” a los hombres de esa tribu que se habían unido al imperio británico porque les garantizaba el sustento a toda la población autóctona, así como sus tierras al oeste de los Montes Apalaches, por Decreto Real de Jorge III.
Tal exterminio se multiplicaría durante el siguiente siglo, durante el cual sus “compatriotas” lejos de asegurarles lo más indispensable para vivir, primero los fueron eliminando sistemáticamente para arrebatarles los territorios y más tarde, a los supervivientes, los confinaron a las nombradas “reservaciones” (cualquier similitud con un campo de concentración no es pura coincidencia), situación que en pleno siglo XXI aún persiste.
Hecha esta salvedad, conozcamos a quien la misma prensa de Estados Unidos calificó de incendiario, maniático, demonio con uniforme de general y muchos otros gruesos epítetos, al extremo de retratarlo de este modo en un artículo: “Si hubiese vivido Satanás, no habría sido tan satánico como él…”
LA LLEGADA DE UN “ÁNGEL CAÍDO”
Curtis Emerson LeMay vino al mundo en Columbus, Ohio, en 1906, y no sería hasta 1990 que iría a hacerle compañía a las huestes luciferinas que con tanto celo y saña representó en la Tierra.
En 1929 se graduó de ingeniero civil y al punto se alistó en la fuerza aérea; siete años más tarde fungía como navegante de las famosas fortalezas volantes B-17, y en 1940 recibía las alas de piloto. La entrada de Estados Unidos en la contienda mundial propició su rápida evolución castrense. De teniente en 1940, ascendió a mayor al siguiente año y jefe del Grupo de Ataque 305, formado por B-17s. En octubre de 1942 aterrizó en Inglaterra al frente de la Octava Fuerza Aérea compuesta por centenares de fortalezas volantes y de otros modelos.
A partir de entonces, participó en numerosos golpes aéreos, dirigidos en su mayoría contra la población civil de varias zonas del norte de Alemania y en los cuales le correspondió el triste honor de ser el primer jefe de grupo aéreo que perpetró ataques con bombas incendiarias contra la población civil.
Siguiendo su ejemplo, de fines de 1944 en adelante tales ataques se convirtieron en práctica común y redujeron a cenizas grandes espacios urbanos de Hamburgo, Dresde, Nüremberg, Frankfurt, Berlín, Dusseldorf y muchas otras ciudades, donde perecieron más de un millón y medio de civiles indefensos.
Para entonces —agosto de 1944—, ya LeMay había sido trasladado al frente del Pacífico, directamente bajo las órdenes de Douglas McArthur.
Como líder del Vigésimo Comando Aéreo, ordenó innumerables bombardeos en el frente de guerra chino-birmano-indio y luego, al mando del Vigésimo Primer Comando Aéreo, repitió sus ataques incendiarios contra la población civil de Japón.
Elevado a la jefatura de todas las operaciones de bombardeo aéreo contra el ya casi derrotado imperio del Sol Naciente, LeMay dirigió los escuadrones de superfortalezas B-29 que atacaron y calcinaron buena parte de las 64 ciudades más importantes de Japón, con un saldo mortal de unos dos millones de civiles no combatientes, sobre todo niños, mujeres y ancianos.
En aras de hacerlos más “efectivos”, este piromaniaco ordenó desmantelar el armamento defensivo de popa de los B-29 para ampliar el número de bombas E-46 (de racimo) y otras de magnesio, fósforo blanco y napalm. Claro, como los aviones volaban a unos cinco mil metros sobre “los objetivos militares”, la población civil recibía las bombas sin tiempo de buscar refugio. Y lo más importante: los residuos de la aviación nipona no alcanzaban ese techo de vuelo. (Continuará)
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