Hay hombres de tan grande magnitud que hasta la muerte les teme. Andan su vida, sin miedo, a costo de cualquier riesgo, por el camino exacto que dictan sus ideales, y no se salen de él ni a punta de mil cañones.
Son hombres temerarios, porque tienen por pecho el escudo infranqueable de la propia convicción, de la inmunidad total que ofrece la guerra justa por la dignidad del otro, por convertir en verdad el decoro pleno de sus semejantes.
La historia épica de esta Cuba hermosa está signada por ellos, no en amontonamientos inútiles de muchos en una misma época, porque habría sido muy poco lo que hubieran hecho entonces para tanta inteligencia y bravura. Prefirió traerlos así, de poco en poco, para que dieran de sí todo de sus virtudes, y los normales de entonces —valerosos y dignos— vieran brillar en ellos la estrella de líder, y los siguieran a combatir la ignominia en calidad de ejército.
Así como una madre que sufrió el parto de un hijo vigoroso necesita tiempo para reponer fuerzas y gestar otro igual; la historia también exige algunas pausas para entregar a los pueblos, de uno en uno, los hombres imprescindibles que los salvan.
Por eso murió Maceo un día siete de diciembre, y en tal día de tal mes —36 años después— le nació a Cuba el niño Frank.
La urgencia de un archipiélago mancillado tal vez exigía el milagro del deceso y el parto el mismo día, porque no podía esperar, o quizás tenerlos a la vez, para que a falta de uno el otro llevara a término la obra liberadora; pero tan grandes eran que al vientre de la historia no le cabrían los dos.
Maceo fue titán desde el propio nacimiento. Hay cualidades que se heredan con la savia materna, y un hijo de Mariana no podía, aunque quisiera, ser menos que la mujer aquella, que no lloraba en lágrimas la prole ensangrentada cuando venía del combate, sino que exclamaba el llanto sobre los menores: “Y ustedes, empínense, que ya es hora.”
Por eso no hubo hombre guapo y plantado que se parara delante de la familia Maceo, a provocarles la ira ni medirles el valor, porque ellos solos valían por un ejército, y Cuba bajo el yugo de España requería de tal ejército.
De ellos, Antonio conquistó un altar supremo sin saber que lo escalaba con su ejemplo.
Callado entró a las filas inexpertas que se alzaron poco después del grito manzanillero de Céspedes, y cuando Balmaseda avanzaba arrollador sobre el Bayamo libre, con un oleaje voraz de hombres sedientos de sangre, hubo una caballería pequeña que hizo estragos en las hordas, como una primera firma del gran jefe que sería luego.
Los mensajes urgentes y terribles que llegaban a Bayamo, tras el funesto combate de Saladillo, hablaban de la carnicería sobre la inexperta tropa, “excepto una escaramuza que hubo luego, de un grupo pequeño al mando de un tal Maceo, que azotó con fuerza de huracán sobre los peninsulares”.
Las lecciones permanentes de valor e inteligencia no dieron mucho tiempo al Maceo soldado, exaltado muy pronto a jefe superior. Estratega de la guerra, cabeza de toda carga al machete y primero en cada acción,invencible en el duelo cuerpo a cuerpo, intachable en la actitud, intransigente, indómito…
De “tanta fuerza en el brazo como en la mente”, el magnífico Lugarteniente General dio al poderío neto del músculo el valor inconmensurable del genio y la inteligencia, que Martí aquilató en su experiencia personal del héroe.
No obstante, no era preciso atestiguar algún nuevo capítulo que revelara la dimensión real del Titán, porque ya era conocido el episodio inmenso de Baraguá, cuyos mangos quedaron por debajo de la altura que alcanzó Maceo al rechazar, de plano, sin titubear, la propuesta indecorosa de una rendición pactada.
Martínez Campos había rendido tropas reales en Europa, pero no pudo doblegar jamás la intransigencia del negro general, que volvió años después sobre los mismos campos para llevar la guerra indetenible a Occidente. Lástima que no pudo completar él mismo su obra, porque cuando ya lo creían inmortal, su cuerpo recobró la conciencia humana y cayó en la cuenta de que no era soportable una herida más.
Ya 26 rozaba lo divino, y la muerte, que tanto lo había evitado, cedió con el siguiente disparo y lo acogió en sus predios, con honores de un Dios
EL OTRO HIJO DE SANTIAGO
La época cambió, mientras la afrenta que vivía la patria solo trasmutó de dictador. Bajo bandera yanqui padecía la libertad de Cuba y para nuevos esfuerzos, aquellos definitivos que vinieron sobre el Granma y amaestraron la Sierra, parió la historia a Frank País.
Santiago, la ciudad cubana, tiene esas formas épicas de dar héroes, y si el 7 de diciembre de 1896 le habían matado al mulato mambí, uno de sus más excelsos hijos, escogió el mismo día y mes para ofrecer otro, con apariencia de niño, pero de una temeridad y bravura que no le cabían en el cuerpo, comparables solo con la magnitud de su inteligencia.
A los 18 años, ya le fue suficiente el golpe anticonstitucional de Batista para que se le encendiera el ímpetu. Declaró guerra personal a tanto abuso, pero era imposible no seguirlo, y su ejemplo se convirtió en convoy de compañeros fieles.
Organizador de protestas y movilizaciones, repartidor de propaganda contra el régimen, articulista de hondo pensamiento, llegó al punto en que todo le pareció poco y empuñó el arma, convencido de que era la única vía para desterrar de Cuba el oprobio y la sumisión.
Una única ocasión necesitó Fidel para saber su alta valía, y si la primera vez lo conoció como jefe en Oriente, de la segunda entrevista en México volvió convertido en líder nacional de Acción y Sabotaje.
Tres días tuvo para organizar a fondo el Alzamiento de Santiago en apoyo a la expedición del Granma, y fue un éxito rotundo, que puso a arder la ciudad al costo de pocas vidas —tres valiosísimos muchachos— para tanta dimensión en el ataque.
Aún a sabiendas de tener los días contados, perseguido con furia por las bestias sangrientas de Salas Cañizares, no cejó en el trabajo peligroso dentro de la ciudad sitiada, desde donde organizaba la actividad clandestina en todo el país, y coordinaba el apoyo logístico y el envío de hombres a la Sierra.
No hay palabra ni magnitud posible con que se pueda medir la talla de un hombre que, sintiendo sobre su espalda el aliento frío de la muerte, confesó a su amiga —Haydeé Santamaría— que solo le pedía a la vida que le diera un mes más para poder dejar bien organizado el abastecimiento de hombres, armas y medios materiales a Fidel y su Ejército Revolucionario, y la articulación de planes nacionales de acción y sabotajes que crearan un clima insurreccional insostenible para la dictadura.
No le alcanzó el mes. Lo cazaron en las calles de Santiago, y balearon su cuerpo aún después de muerto, como quien teme por la resurrección acusadora y justiciera de un gigante inmortal de solo 23 diciembres cumplidos.
Al cabo de 118 años de la muerte en combate de Maceo y de los 80 que hoy hubiera cumplido el niño Frank, Santiago no llora. Cuba tampoco.
Hay maneras mejores de ofrecer tributo y recordar a los héroes, porque un pueblo que no olvida y es fiel a su pasado, se construye el presente con la savia honorable del ayer, con lo mejor de entonces, para que la obra actual sea perdurable, y en la satisfacción creciente de los cubanos, en su dignidad plena, se haga sólido el legado de aquellos dos titanes inmortales.
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