Sesenta años parecerían suficientes para que las mentes de algunos entendieran sus fracasados desvaríos y deshonestidades.
Sin embargo, desde marzo de 1960 hasta marzo de 2020, entre los círculos gringos de poder el encono ha discurrido casi intacto como política oficial hacia la Mayor de las Antillas
Así, hemos arribado en estos días a los doce lustros de la firma, por el entonces presidente Dwight Eisenhower, del primer plan coordinado con la CIA y los restantes organismos subversivos norteamericanos para intentar la debacle del movimiento revolucionario encabezado por Fidel Castro, a apenas un año y tres meses de su triunfo militar sobre la dictadura Made in USA de Fulgencio Batista.
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Se trataba de una escalada agresiva que promovía, entre sus “pasos fundamentales”, el entrenamiento y desembarco en la Isla de una expedición militar mercenaria (ejecutado por Playa Girón en abril de 1961 y hecho polvo en menos de 72 horas por el pueblo cubano), todo inscrito en un contexto ya en marcha de sabotajes, quema de cañaverales, atentados dinamiteros, intentos de magnicidio, destrucción de objetivos económicos y sociales, y aliento y apoyo material a la contrarrevolución interna y externa.
En consecuencia, la directiva condensaba e instituía el designio destructivo que había surgido apenas con la llegada de los rebeldes a La Habana, y que ya sumaba barbaries de tal magnitud como la voladura en nuestros muelles del mercante francés La Coubre, cargado de armas y municiones para las incipientes Fuerzas Armadas Revolucionarias.
Todavía nadie en la nueva Cuba emancipada del tradicional control estadounidense hablaba de socialismo, pero para la Casa Blanca ya era inadmisible la “desobediencia” de su ex neocolonia.
De ahí la “lógica” reacción de un presidente bajo cuyos dos mandatos consecutivos, de 1952 a 1961, los Estados Unidos profundizó la Guerra Fría contra la Unión Soviética, impuso en Irán la dictadura del Sha Mohammad Reza Pahlavi; derrocó mediante una invasión mercenaria al gobierno de Jacobo Arbenz en Guatemala; ejecutó el golpe de Estado en Vietnam del Sur que estableció el régimen represivo de Ngo Dinh Diem; atentó contra la estabilidad política en Indonesia, y llenó el mapa con “alianzas y tratados militares” que le asegurasen un cerco global al “comunismo”.
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En nuestro hemisferio, Cuba debió enfrentar una permanente avalancha de acciones desestabilizadoras cuyo recuento está matizado de sangre, muerte, destrucción, dificultades y aislamiento, pero a la vez de firmeza, resistencia, aprendizaje y heroísmo en la defensa de su integridad y del derecho soberano a regir sus destinos y escoger su camino independiente.
Una marcha donde, es cierto, no han faltado errores, ajustes, dislates, y episodios y actuaciones no del todo felices, pero que con todo acumula un legado mucho más trascendente de patriotismo, conciencia, y desarrollo humano y moral, que hoy es parte inseparable de nuestro ser como nación, como conglomerado humano, y como ciudadanos.
Una lección además para los hegemonistas y prepotentes que hoy reeditan las misma sarta de torpezas, ofensas y rencores que Washington siempre nos dedicó desde que siglos atrás consideró a la Isla, todavía en manos españolas, la maltrecha fruta que inexorablemente debía ser engullida por la aún Unión en retazos, sin considerar que “el pueblo indolente” que “debía ser domesticado en las virtudes” de Gringolandia devendría una de las más incómodas púas clavadas en su gaznate.
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