La historia de Cuba no puede contarse de un tirón y ya. La historia de Cuba es larga y ensanchada, crispada desde sus propias raíces, impresionante hasta su último suspiro. La historia de un país no es la mera suma de sus hombres, son sus hombres en una suma única, que se hace grande mientras más se agita, mientras más se aglutinan las voluntades, los intentos y las realizaciones de todo tipo. La historia no termina con los hechos aunque pase el tiempo; la historia son los hechos, es el tiempo y aquello que no termina.
Hace 60 años, cuando parecían morir las ideas del más universal de los cubanos —José Martí—, un grupo de valerosos jóvenes, con las doctrinas del Apóstol como escudo y medalla, abrieron un camino nuevo en las tradiciones libertarias de la patria. Con el asalto a los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes, en las ciudades de Santiago de Cuba y Bayamo, respectivamente, aquel 26 de julio de 1953, un influjo rebelde proclamaba en alta voz la decisión de luchar por la independencia nacional, por un país y sus miles de proyectos dentro de un gran proyecto que, más allá de muchos cambios, no ha cambiado de ideales.
A seis décadas de aquellos hechos, cuyo mérito mayor estriba en encender el motor que echaría a andar otras fuerzas mayores, vale releer con mirada acuciosa y búsqueda en nuestros asideros y desafíos actuales el alegato La historia me absolverá, pronunciamiento de defensa del entonces joven abogado Fidel Castro Ruz, el 16 de octubre del mismo año en que tuvieron lugar las acciones militares.
En el acto de defensa, las palabras del líder revolucionario devinieron uno de los principales documentos rectores de la última etapa de lucha de los cubanos, y aún constituye referencia obligada para tomar rumbos seguros en una contemporaneidad bien comprometida y compleja. Fidel señala, al tiempo que denuncia, los flagelos sociales más acuciantes que sumían al país en un panorama difícil, infortunado y transformable; al cual no se conformaba aquel grupo de jóvenes y por el que había que luchar para revertirlo. Los problemas de la tierra, la industrialización, la vivienda, el desempleo, la educación y el problema de la salud, fueron criticados con fuerza.
“Quizás luzca fría y teórica esta exposición, si no se conoce la espantosa tragedia que está viviendo el país en estos seis órdenes, sumada a la más humillante opresión política” enunciaba el líder de la Revolución.
Cabría preguntarse entonces, ¿cuánto ha cambiado Cuba a más de medio siglo de aquel histórico alegato? ¿Qué lugar ocupa el hombre como principio de una Revolución, transformadora desde sus propias esencias? ¿Qué sociedad se construye hoy, qué derechos de sus ciudadanos se protegen en ellas? ¿Cómo piensan los que viven en la isla?
No me equivoco ni mucho menos he de pensar que peco de ferviente apasionado cuando insisto en que Cuba ha tensado su propia historia de múltiples formas. Y se tensa en la épica cotidiana, desde la escuela, la casa, la familia y la fábrica. Se tensa con alusiones que tornan vigentes las palabras de ayer, que las transforman haciendo realidad las líneas programáticas de un discurso que sentaría pauta para iniciar luego el camino al Socialismo, ese socialismo tan único como nuestro proceso revolucionario.
Cuando Fidel, quien reconoció que nunca un abogado había tenido que ejercer su oficio en tan difíciles condiciones, ni nunca contra un acusado se había cometido tal cúmulo de abrumadoras irregularidades, enunció con claridad que no había complots ni expertos militares en la planeación del acto; era el sentido de la madurez y la radicalización del pensamiento la que había llevado a la acción.
“El plan fue trazado por un grupo de jóvenes, ninguno de los cuales tenía experiencia militar; y voy a revelar sus nombres, menos dos de ellos que no están ni muertos ni presos: Abel Santamaría, José Luis Tasende, Renato Guitart Rosell, Pedro Miret, Jesús Montané y el que les habla. La mitad ha muerto, y en justo tributo a su memoria puedo decir que no eran expertos militares, pero tenían patriotismo suficiente para darles, en igualdad de condiciones, una soberana paliza a todos los generales del 10 de marzo juntos, que no son ni militares ni patriotas”.
Hubo en sus palabras, más allá de ese concepto de pueblo aun insuperable que ofreció, una declaración de principios. No era un juego ni un embullo de momento el episodio vivido; encarnaba el espíritu pleno del cambio, el empeño de avanzar en la defensa de una idea como gesto señero de honestidad.
Decía aquel hombre crecido en el ejercicio de la abogacía desde una juventud rebelde y convencida: “La primera condición de la sinceridad y de la buena fe en un propósito, es hacer precisamente lo que nadie hace, es decir, hablar con entera claridad y sin miedo. Los demagogos y los políticos de profesión quieren obrar el milagro de estar bien en todo y con todos, engañando necesariamente a todos en todo. Los revolucionarios han de proclamar sus ideas valientemente, definir sus principios y expresar sus intenciones para que nadie se engañe, ni amigos ni enemigos”.
Y es que estas palabras parecen advertirnos la conducta del cubano de hoy en una hora que necesita de diálogos francos y constructivos, en un tiempo que no acepta milagros pasajeros ni envolturas que disfracen el principio absoluto de no cansarnos y seguir. No hubo desaliento entre aquellos que asaltaron el Moncada; ahora el Moncada nuevo es de otro tipo.
Desde luego, no pienso en un asalto guerrerista, pero sí en una estocada a los malos vicios, las indisciplinas, la dejadez y la inercia que lastra y pulveriza las voluntades colectivas. Creo en una gesta permanente que sepa consolidar las conquistas y que ni en broma fantasee con el espejismo de aquella isla republicana llena de analfabetos, embusteros y demagogos y cuadros insalubres por doquier.
Haciendo alusión a la realidad social de la época, el líder recogía en su manifiesto:
“En cualquier pequeño país de Europa existen más de doscientas escuelas técnicas y de artes industriales; en Cuba, no pasan de seis y los muchachos salen con sus títulos sin tener dónde emplearse. A las escuelitas públicas del campo asisten descalzos, semidesnudos y desnutridos, menos de la mitad de los niños en edad escolar y muchas veces el maestro [es] quien tiene que adquirir con su propio sueldo el material necesario. ¿Es así como puede hacerse una patria grande?
”De tanta miseria sólo es posible liberarse con la muerte; y a eso sí los ayuda el Estado: a morir. El noventa por ciento de los niños del campo está devorado por parásitos que se les filtran desde la tierra por las uñas de los pies descalzos. La sociedad se conmueve ante la noticia del secuestro o el asesinato de una criatura, pero permanece criminalmente indiferente ante el asesinato en masa que se comete con tantos miles y miles de niños que mueren todos los años por falta de recursos, agonizando entre los estertores del dolor, y cuyos ojos inocentes, ya en ellos el brillo de la muerte, parecen mirar hacia lo infinito como pidiendo perdón para el egoísmo humano y que no caiga sobre los hombres la maldición de Dios”.
Cuba, 60 años después, exhibe y protege una infancia plena, una educación que trasciende el dogma del cliché: ese por el que no siempre examinamos del todo su valor cuando decimos que es gratuita. Cuba cerró el pasado año con una tasa de mortalidad infantil de 4,6 fallecimientos por cada mil nacidos vivos, cifra que rebasa el resultado de muchos países desarrollados. Cada vez son más los que concluyen estudios universitarios, cada vez se suman más a los proyectos de integración e inclusión en una sociedad que no limita derechos, sino más bien los ensancha.
Por eso, hablar del 26 de julio hoy no es utopía ni historia de almanaques. El Moncada es una realización constante, un arresto que se hizo tradición y legado para vivirse como lo mejor, como el rumbo único, una historia que no puede contarse de un tirón y ya.
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