Pocas veces La Habana despertó con similar sobresalto. Aquel 22 de junio de 1862 el anuncio de la muerte de José Cipriano de la Luz y Caballero pasó de vago rumor a fatídica certeza mientras corría apresurada por incrédulas bocas. Algunas horas después, lo peor se confirmaba. Cuando los relojes marcaron las 7:30 am, un desgastado y enfermo corazón había dejado de latir, poniéndole así fin a la vida del ilustre “Don Pepe” a sus 62 años de edad.
El deceso conmocionó a la ciudad y trascendió en todo el país. Manuel Sanguily, discípulo y gran admirador del viejo maestro, en sus memorias recordaba la espontánea e imponente muestra de duelo público que aconteció el día del sepelio. Testimonios inmortalizados en la memoria historiográfica nacional hablan de la presencia de 500 carruajes y más de seis mil personas para despedir a uno de los más distinguidos pensadores cubanos de principios de siglo XX.
Pero, ¿qué motivó al mismísimo Francisco Serrano, entonces Capitán General de la Isla, a decretar durante tres días un homenaje póstumo “al destacado director del colegio San Salvador”? ¿Quién era realmente Luz y Caballero?
Aún hoy, el debate continúa abierto. Algunos como José Martí lo consideran ese “silencioso fundador” de la nacionalidad cubana. Otros, encarnados en la figura de Antonio Maceo, dirán que “le faltó valor para realizar la obra que sin darse cuenta acometió, retrasándola en sus pensamientos de evoluciones”.
Habría que estar de acuerdo con el ensayista Carlos Rafael Rodríguez cuando afirma que si bien nunca asumió el rol de jefe revolucionario, tampoco entorpeció las exiguas aspiraciones independentistas de la época. Porque, desde su puesto de instructor, José de la Luz era un provocador, un agitador de conciencias que veía en el libre raciocinio la causa primera de toda obra digna.
Quizás cegados por la absurda enfermedad de los héroes de mármol, sus detractores pretenden condenarlo alegando la ausencia de “virtudes” imposibles para la realidad de quien Enrique José Varona consideraba “el pensador de ideas más profundas y originales con que se honraba el nuevo mundo”.
¿Acaso resulta insignificante el hecho de transformar el dogmatismo académico en una oportunidad para experimentar y adquirir el conocimiento a través de la práctica y las experiencias personales? ¿No merece todos los elogios posibles dotar a un país de los cimientos morales sobre los cuales se erigiría? Es cierto, llamarlo abolicionista quedaría demasiado holgado para alguien que poco hizo en contra de ese lastre colonial. Tildarlo de independentista iría en contra de las palabras que él mismo le expresara al general venezolano Narciso López antes de iniciar su expedición:
Si usted se lanza recibirá un desengaño. El pueblo lo abandonará. Cuba no está preparada para gozar la independencia: para que lo esté soy yo maestro de escuela.
Sin embargo, nada ensombrece la labor de quien supo dar lo justo para su tiempo. Junto a Félix Varela, José de la Luz y Caballero sintetiza lo mejor del proyecto de nación que terminaría heredando Martí. El mismo que desde la veneración y el más puro respeto escribió:
Él, el padre; él, el silencioso fundador; él, que a solas ardía y centelleaba, y se sofocó el corazón con mano heroica, para dar tiempo a que se le criase de él la juventud con quien se habría de ganar la libertad que solo brillaría sobre sus huesos; él, que antepuso la obra real a la ostentosa.
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