Quien jamás empuñara otra arma que no fuere la pluma, estaba a punto de enmaniguarse junto al resto del ejército de desarrapados que se preparó con la rapidez y la furia de un vendaval cubano de mayo. José Martí ya había hecho sus discursos frente a la intelectualidad criolla y española, años atrás, en el Hotel Inglaterra, donde en nombre de la honra rompió su copa en lugar de brindar. Ya en una de sus tantas congojas dijo que no tenía patria sino que habría de hacerse, como los caminos. Y a esa tarea, kilométrica, dolorosa, se dedicó el Martí mártir, despojado de su esencia carnal, lejos de cualquier placer mundano, ora rebanando un trozo solitario de pan sobre la mesa, ora sin dinero para el pago del corte de la barba, porque hasta el último centavo se iba en la causa a la que su madre llamara ¡locura! y él calificara de amor máximo.
Martí no puede ser de mármol, aunque esté así ahora, hasta estoy seguro de que las estatuas algo de carne encierran, algo de sangre, porque aquel 19 de mayo de 1895 no moría un hombre, sino el mármol hecho carne, como ya predijo él mismo: “sueño con claustros de mármol”. Encerrado en su propio amor, solo podía cumplir una misión efímera y a la vez perdurable, una muerte que no termina, así se le representa siempre: “cayendo, pero no caído” y es que José Martí en el imaginario cubano encarna al pueblo mismo en su hechura mayor de pequeño con alma grande.
En carta a su amigo Manuel Mercado dejó un vacío que quizás exprese más que lo escrito, por eso el Apóstol es, como dijera Lezama Lima, ese misterio que nos acompaña. Nadie sabe cómo hubiera sido un Martí presidente o una República Martiana, cientos de veces el cubano se ha preguntado lo mismo. Mientras, se recuerda en la biografía de Mañach que cuando llamaban a Martí: “¡ahí va el presidente!”, el rostro del hombre se cubría de un rubor aniñado y Gómez lo palmeaba con la tranquilidad de quien lucha para liberar a los pueblos, pero no para gobernarlos.
Él sabía que iba a morir, o eso se intuye en la biografía que le hiciera Jorge Mañach, también en la lectura de cartas. El vacío que le deja a Manuel Mercado es como la pregunta que todos nos hacemos, también pudiera abarcar ya más de cien años de búsqueda republicana de una soberanía sustentable y democrática. Martí es nuestra esencia, cualquier ataque en su contra nos atenta y afrenta, su silencio es nuestra empatía, nuestro discurso cotidiano; así que no se permitiría que viniese un foráneo a interpretarlo de manera burda o a minusvalorarlo. Cuando él dijo que los Estados Unidos se lanzarían sobre las Antillas, estaba en lo cierto, el hombre republicano y liberal no podría tranzar con el monopolio de la vida y el aplanamiento cultural.
Por otro lado, José Martí, el hombre, llevaba en sí la dignidad de muchos y se sabía en peligro constante de que le cuestionaran esto o aquello, así que su gestión al frente del Partido no solo fue limpia, sino que ni siquiera se nombró un gobierno central, él era, simplemente, “el delegado”. Y cuando lo ascendieron al rango de Mayor General, la sorpresa, la vergüenza sana, subieron a su cima, pues se hallaba frente a quienes durante más de diez años pelearon con sus huesos por aquellos grados. ¿Era la guerra amiga de Martí?, todos sabemos que no, que aquel hijo de españoles se había cansado, como todos los criollos, de esperar las migajas de un caduco imperio.
El silencio a Manuel Mercado, lo inconcluso, puede interpretarse como el consabido dolor del martirologio, eso que lo hace a nuestros ojos más de carne que de mármol, más vivo que colocado en tribunas y bustos. Escribía Martí sobre ello: “La pena inmerecida es dulce. Aprieta un poco la garganta, pero da luz por dentro… Atúrdete haciendo bien, que es ya el único modo de vivir: sirve, vigila y perdona”.
Sobre la guerra necesaria, supo siempre que su intento era sobrepasado en fuerzas por España, mas confiaba en que moriría en la lucha por los “justos y desdichados del mundo y contra los soberbios”. Le tocó a él crecerse en medio de un país que se estaba haciendo a sí mismo entre miles de contratiempos, le fue a él la responsabilidad de, en una gota de tinta de su pluma, definir el futuro de una isla llamada entonces “joya de la corona española”.
Ya él lo detalló años atrás cuando dijo ¡o Yara o Madrid!, y no porque odiara su origen ibérico, sino porque creyó más en la estirpe que se hace que en la que se hereda. José Martí, a fines del siglo XIX, era ya un existencialista que sabía muy bien el ser que debía darse a sí mismo, auténtico como sus discursos, aun cuando hubiere quien de mala fe le dijera a Don Pepe “que no sería capaz de decir lo mismo en la manigua”, y no solo lo gritó y lo puso por escrito, sino que aquel 19 y también mayo cayó, más vivo que nunca, ese ángel a caballo que está, ahora y aquí, hecho carne.
El pedagogo de la palabra y la acción, si no era capaz de hacer algo por sí mismo, no lo hablaba, así que en muchas de sus poesías ya se siente el trato amistoso que le daba a la muerte. Esa que no es cierta si se cumplió bien la obra de toda una vida, pero más aún, cuando se lleva la dolencia de un pueblo con el orgullo noble y la pobreza material en que se sumió el Apóstol para sí mismo. José Martí diría de una Cuba limpia, renegando de regalos y de oropeles. Sobre el futuro, ese misterio lezamiano, escribió: “Nada son los partidos políticos si no representan condiciones sociales”. Luego, vino el silencio.
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