Fue un juicio insólito, desde el inicio. Al principal acusado de la Causa 37/1953 que procesó a los involucrados en el movimiento armado que intentó derrocar al gobierno, se le impidió asistir a la tercera sesión y fue dejado en la cárcel de Boniato, bajo la falsa justificación de que estaba enfermo. Para juzgarlo de manera aislada y casi en secreto, se eligió un escurrido local fuera del flamante Palacio de Justicia santiaguero.
A estas irregularidades se unieron las de la vista: el atropellado examen de los testigos, la nerviosa deliberación del tribunal y el escueto informe del fiscal. Sabía que la suerte estaba echada, pero el inculpado –solitario, vejado y sometido a las peores presiones– asumió su autodefensa y articuló un alegato que hizo morder los labios a sus detractores, y que la historia se encargaría de juzgar. Era Fidel, y traía en el corazón las doctrinas del Maestro.
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Todavía el viernes 16 de octubre un calor infernal abrasaba la urbe oriental. El sofoco se hacía mayor en el pequeño salón de actos y cuarto de estudios de las enfermeras en el hospital civil Saturnino Lora, el mismo inmueble que 82 días antes había ocupado el grupo de Abel Santamaría durante el asalto al Moncada. Entre esas cuatro paredes se improvisó la “Sala de Justicia” para juzgar al jefe del movimiento insurreccional.
Sillas de tijera donde se ubicaron los privilegiados periodistas que tuvieron acceso al juicio (Foto: Martha Vecino Ulloa)
La habitación tenía un espacio de cuatro metros de largo por cuatro de ancho. Había un escalofriante esqueleto en una urna de cristal; otro estante con libros; como único cuadro en la pared un retrato de Florence Nightingale, pionera de la enfermería moderna. Había dos burós: uno con tres sillas donde se sentaron los magistrados, y otro donde se ubicaron los abogados defensores Baudilio Castellanos y Marcial Rodríguez, y el incriminado Gerardo Poll, obrero ferroviario que nada tuvo que ver con el asalto. Además, estaba la mesita con su butaca para el fiscal, otra con una máquina de escribir para el secretario del tribunal, una mesita y silla para Fidel, la camilla del asaltante Abelardo Crespo –convaleciente de una herida en el pulmón–, seis sillas de tijera destinadas a los periodistas, y si acaso otras tres ocupadas por recién graduados de abogados en calidad de oyentes. Los mosaicos libres fueron llenados por soldados con fusiles y bayonetas caladas. Afuera otro contingente de guardias armados hacía de candado.
“Nunca estuvo tan apretada la justicia como aquella mañana de octubre”, aseveró Marta Rojas al describir el momento (Foto: Martha Vecino Ulloa)
Dentro del puñado de reporteros que logró acceder a la salita ese día estuvo Marta Rojas, reconocida cronista de los sucesos del 26 de julio y quien recogió detalles en su magistral obra La Generación del Centenario en el juicio del Moncada. Precisamente, al describir la estrechez de aquel salón atestado de muebles y personas, y la atmósfera de intimidación creada por la gendarmería, la autora sentenció con esta metáfora excepcional: “Nunca estuvo tan apretada la justicia como aquella mañana de octubre”.
Fidel transformó su mesa sencilla en tribuna, desde la cual pronunció un alegato para la historia (Foto: Martha Vecino Ulloa)
La inaudita sesión concluyó alrededor de la una de la tarde, con la sentencia a 15 años de prisión para el líder revolucionario. En apenas cuatro horas se había desarrollado uno de los juicios más importantes de la historia nacional. El informe de autodefensa pronunciado por Fidel, que posteriormente trascendería como La historia me absolverá, denunciaba los males políticos y sociales que lastraban a la Cuba de entonces, contenía las aspiraciones de los humildes y trazaba el camino para conquistarlas.
PIEZA DE MUSEO
Mucho se ha enfatizado que Fidel habló con portentosa fluidez, emoción, valentía y contundencia, al punto que estremeció aun a la soldadesca. “Dijo tantas verdades que tuve miedo de que lo mataran allí mismo, pero nadie lo interrumpió en ningún momento”, me afirmó hace dos años la abogada Pilar Seisdedos –recientemente fallecida–, quien fue testigo como oyente. Sin embargo, poco se sabe de otros pormenores más específicos del acto jurídico y que perduran, a modo de curiosidad.
Al momento de asumir su autodefensa, como abogado de profesión, Fidel debió cumplir con los aspectos de rigor para oficiar como tal. Se conoce que para apoyar su discurso solicitó un Código de Defensa, “se lo entregamos con hojas en blanco y un lápiz”, recordaría Baudilio Castellanos. También tenía que vestir de ley. Un joven encargado del Salón de Abogados de la Audiencia, al que llamaban El Indio, trajo desde allá una toga para prestarle. “Era la peor toga, la más descolorida y gastada”, sintetizó Marta Rojas.
Cuando concluyó su intervención, el acusado secó el sudor que corría por su frente, se despojó de la vestidura y la devolvió al empleado de la Audiencia. Sorprendentemente, aquella ropa medio raída y grotesca que sin proponérselo cubrió aquella estatura decorosa, en la actualidad puede verse en el mismo local epicentro del célebre juicio, y que hoy integra una de las salas de exposición del Parque-Museo Abel Santamaría, en Santiago de Cuba.
Un largo camino recorrió la toga desde que fuera usada por Fidel hasta su actual reposo dentro de una vitrina. Según un artículo publicado por las especialistas santiagueras María Esther Mora y Leydi López, en el suplemento territorial El Cubano Libre, en el año 2010, mediante una investigación al respecto se determinó que al menos hubo un par de togas en acción. Durante las vistas con acceso público –primera y segunda– a las que asistió en el Palacio de Justicia, los días 21 y 22 de septiembre de 1953, Fidel usó la toga del doctor Eduardo Sabourín Rovira, abogado de asuntos civiles allí presente. Se le solicitó el préstamo atendiendo a que tenía una complexión física similar a la del líder insurrecto y a que en ese momento la institución no disponía de una prenda para facilitarle. La bata fue devuelta a su dueño cuatro días después. Al reiniciarse el proceso judicial en el salón de enfermeras en el Hospital Civil, Fidel se puso la otra toga aportada por El Indio.
Tempranamente la Revolución triunfante promovió el rescate de la memoria histórica vinculada al proceso libertario. Así el comandante Juan Almeida convocó mediante decreto a entregar objetos de valor patrimonial. Ya en diciembre del propio año 1959, en el Castillo de la Punta, fue inaugurado el Museo de la Revolución.
Según testimonio de Alcibíades Salazar, el aludido Indio: “la toga que le facilité a Fidel para el juicio le continué dando uso, en el año 1959 vino al Palacio de Justicia la directora del Museo de la Revolución y se la entregué”. Mientras, la familia de Eduardo Sabourín donó la suya a través de un teniente rebelde; este, presumiblemente, la dio a Celia Sánchez Manduley, quien la llevó a dicho centro cultural. Fue así como llegaron a La Habana, por distintitas vías, las dos togas utilizadas por Fidel en el juicio del Moncada.
Mediante transferencia del 22 de enero de 1999, la simbólica pieza fue remitida al museo Abel Santamaría. Restaurada por la conservadora Rita María Rioja, desde el año 2002 la toga sobresale entre la colección de objetos que ambientan la “monumental” sala donde se sembró la semilla del programa de la Revolución cubana.
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