Si una lección grande dejó para los cubanos de las edades siguientes el capítulo glorioso de la preparación y estallido de la Guerra Necesaria, fue la monumental pertinencia de la unidad.
No cabe en la brevedad de esa palabra —tan concisa en sí misma como su propio significado— todo lo que tiene de medular y primario cuando se trata del propósito final de un pueblo, decidido a conquistar o defender a ultranza su dignidad nacional, en peligro o ya mancillada.
Grave meditación, profunda y aguda, debió ser la empresa grande que ocupó a José Martí en su afán de dilucidar sin yerros las causas del fracaso de la Guerra de los Diez Años, a fin de cimentar con las lecciones aprendidas un proyecto mayor de alzamiento, maduro, “breve y directo como el rayo”, que consiguiera poner en manos de los cubanos la independencia y albedrío del país.
Todavía curtía Martí su conciencia de adolescente adelantado cuando se escribían las primeras epopeyas valerosas con tinta de sangre, y al poco tiempo ya era demasiada la admiración que provocaba el arrojo de aquellos padres fundadores levantados en armas.
No hacía falta más, sino que vibrara dentro la fibra íntima y sensible del patriotismo, para saber que sería cobardía mayúscula no dar continuidad a aquel empeño de los grandes hombres, si a la vista de todo el mundo y tras el fracaso de una década de contienda, seguía intacta la ignominia de la España sobre la Cuba encadenada.
Bien comprendió Martí que la unidad faltó en los momentos cruciales, y cuando se precisaba como nunca el concierto del mando y de la acción guerrera, pudieron más el vano orgullo regional, las ínfulas de caudillos, la incoherencia de los poderes compartidos o mal supeditados.
El Apóstol bien dilucidó también que no bastaba la ira ni el arrojo, la voluntad ni la valentía, —porque de hombres sin par, machete en mano y pecho descubierto, no carecía la nación— si no había un cauce ideológico y una mano organizada y conductora de todos los esfuerzos.
Ya brillaban los nombres de Maceo, Gómez y otros insignes que otra vez lo intentaron sin todas las condiciones, como aquellas que luego, tras años sin descanso en cultivar conciencias entre los emigrados radicados en Estados Unidos, de convite a los veteranos ilustres de la Guerra Grande, de convencimiento sobre los más encumbrados estrategas militares, sí creó y preparó José Martí desde el exilio.
La Guerra del 95, que estallara hace hoy exactamente 120 años, dio muestras inequívocas de las posibilidades infinitas que puede la unidad de esfuerzos. No fueron pocos los escollos, como aquel grande de la Fernandina en que un ardid traicionero incautó las provisiones y transportes que sostendrían el inicio de la contienda. “En una cáscara de nuez, o en un Leviatán” llegaría a costas cubanas, dijo Martí, y precedido por ese enorme poder de persuasión y alto prestigio asentado entre sus seguidores, sobrepuso la unidad a la posible decepción y evitó que fracasara el levantamiento.
Hubo otros claros precedentes, quizás ninguno tan profundo y vasto en su alcance como el que logró con el Partido Revolucionario Cubano, expresión elevadísima de convicción y principios definidos, extraordinaria capacidad organizativa, y presupuestos que desbordaron el concepto de nación a la región vecina que sufría similares oprobios: “lograr con los esfuerzos reunidos de todos los hombres de buena voluntad, la independencia absoluta de la Isla de Cuba, y fomentar y auxiliar la de Puerto Rico”, rezaba en el artículo que antecedía las Bases del Partido.
Aún sin los jefes principales en tierras cubanas, estalló de todas formas la Guerra Necesaria, que rápidamente alcanzó un vuelo general e indetenible, a pesar de los obstáculos que sobrevinieron luego, con el prematuro deceso en combate de José Martí, la muerte posterior del General Antonio Maceo, y la artera intervención norteamericana cuando la guerra era una inminente victoria cubana.
Hasta ese infeliz final lo predijo Martí. No el del fracaso posible de la Revolución por medio de una guerra perdida contra los españoles —en un artículo escrito en Patria, en 1894, señalaba “Si se intenta honradamente, y no se puede, bien está, aunque ruede por tierra el corazón desengañado: pero rodaría contento, porque así tendría esa raíz más la revolución inevitable de mañana”—; sino el zarpazo premeditado de los Estados Unidos, alertado en carta redactada a Gonzalo de Quesada Aróstegui:
“Sobre nuestra tierra (…) hay otro plan más tenebroso que lo que hasta ahora conocemos y es el inicuo de forzar a la Isla, de precipitarla, a la guerra, para tener pretexto de intervenir en ella, y con el crédito de mediador y de garantizador, quedarse con ella. Cosa más cobarde no hay en los anales de los pueblos libres: Ni maldad más fría”.
Si la única Revolución, dijo Fidel, comenzó en La Demajagua y continúa hasta hoy, hay dos etapas dentro de ella en que la unidad fue primero lección y luego confirmación.
La Guerra Necesaria de Martí dictó los principios de unidad que condujeron, durante el último período de las luchas libertarias, al triunfo de 1959, y lo consolidaron después. Bastan los ejemplos de los pactos anteriores, como el de los Altos de Mompié y El Pedrero entre las fuerzas progresistas principales en pie de lucha, y luego de la victoria, los afanes por reducir las tendencias del sectarismo y la microfracción con la integración de todas las organizaciones revolucionarias, hasta el nacimiento espontáneo y definitivo del Partido Comunista de Cuba.
Al cabo de tantos años de asedio de todo tipo por fracturar la decisión soberana de los cubanos, ha sido la unidad, sin duda, el legado supremo de la Revolución, la clave fundamental de la resistencia que bajo la presión extraordinaria de la carencia económica, la amenaza de agresión armada y la tentación del espejismo capitalista, este pueblo vigoroso mantiene incólume.
Justo hoy cuando parece que se abren nuevas puertas al diálogo y el entendimiento con el enemigo histórico de nuestra soberanía, habrá entonces que ser más cautelosos y vigorizar la unidad nacional desde sus propios cimientos, desde esas mismas raíces ideológicas que la sostienen; porque entre Estados Unidos y Cuba media un mar de diferencias esenciales, y precisamente el mar, aunque sea de aguas tranquilas, tiene siempre el riesgo del salitre, que corrompe lentamente, si no se cuida, todo aquello que no pudo destruir el oleaje ni el viento.
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