CU-455, Barbados-La Habana, octubre, 1976
Las últimas expresiones de Magaly, Moraima, Marlene, Silvia Marta, Miriam y María Elisa no quedaron registradas en ninguna caja negra. Nadie podría aventurarse en una descripción cinematográfica de la forma en que se apretaron al asiento, de lo que alguna le habría gritado a las otras o, simplemente, de la neurálgica introspección postrera de las infortunadas aeromozas.
Las preguntas de Ángel, las suposiciones de Ernesto, los infructuosos intentos de calma de José Ramón, Jorge y Tomás, la fatigosa seguridad de los dos Armandos respecto a lo que estaba ocurriendo y las probables implicaciones… todo aquello fue engullido por el alarido del viento, por el trueno y el quebranto aparatoso de la velocidad.
Valentín, Pestana, Roberto, Martí, Eusebio, Guillermo, Lázaro, Emilio y Carlos sabían que podía suceder en cualquier momento. Conocían los últimos acontecimientos y, quizás, se habían salvado por los pelos en otras ocasiones. Salían de la casa sabiendas de que “la cosa” estaba caliente y entraban al avión como quien le da de comer a las fieras metido en la propia jaula.
Orlando, Santiago e Ignacio interrumpieron sus cavilaciones respecto a lo que se pudo hacer mejor, los próximos cambios en las rutinas de entrenamiento, cierto muchacho que quedó en Cuba con tremendo talento y que, de todas, todas, “tendrá que venir en el siguiente viaje”. Lo peor resultó saberse impotentes para salvar del peligro a sus discípulos aunque fuere con un consejo a gritos, lo peor… descubrir que no estaban al mando de nada.
Ni Ricardo, ni Carlos Miguel, ni Virgen María, ni Inés llevaban sus espadas en el equipaje de mano. Tanto ellos como Milagros, Nancy, José, Alberto, Cándido, Ramón, Enrique, Juan, Julio, Méndez y Garzón, habrían deseado cerrar como los personajes cumbres de las novelas de caballería: con la adarga al brazo, prestos a responder la injuria en el “mano a mano”. Sin embargo… estaban ahí, amarrados a un asiento de avión, atados a un destino totalmente distinto al que Dios, si existe, les había prescrito.
Luis y Jesús de seguro intentaron ver por la ventanilla y esgrimieron, más hacia adentro que para afuera, una palabrota inmensa que no logró enrumbar las alas del pájaro herido.
Demetrio, Permuy, Font, Argelio, Sonia, Alberto Mario, Julia, Robustiano y Domingo, tal vez, se cuestionaron en los pocos segundos que tuvieron antes de caer al mar: “¿Por qué no me habré dormido en el hotel?”, sin reparar en que los viajes de delegación no dejan a nadie atrás.
Al resto de los cubanos apenas nos quedó el desesperado grito de Wilfredo al ordenar cerrar la puerta y aquel visceral reclamo de Miguelito desde la cabina… un “pégate al agua, Felo”, que ningún asesino ha logrado, jamás, comprender cuánto significa.
Términos y condiciones
Este sitio se reserva el derecho de la publicación de los comentarios. No se harán visibles aquellos que sean denigrantes, ofensivos, difamatorios, que estén fuera de contexto o atenten contra la dignidad de una persona o grupo social. Recomendamos brevedad en sus planteamientos.