La disolución de la URSS y del campo socialista europeo marcó días de euforia en un Occidente maniatado a Washington.
Y la “venganza” no se hizo esperar. A entrenar a los nuevos “capitalistas” marcharon los expertos neoliberales a todo el Este; los medios de comunicación a la caza de la “oculta y tremebunda historia” del poder soviético; las mafias de todo corte en busca de negocios con sus incipientes pares locales, y hasta Hollywood para pasear en pantalla a sus infalibles “héroes” por edificaciones hoscas y oscuras, monumentos derruidos, plazas heladas y turbias, gente ignorante, y cuarteles militares herrumbrosos y sin control. Había llegado la hora pues, del esperado desquite con la complacencia de gobernantes locales obsecuentes e inconsistentes.
En el fondo, la tarea era descoyuntar hasta la médula a un poderoso enemigo caído que, aún en desgracia, nunca dejó de alarmar a quienes blandían ahora la porra con entera libertad.
La historia de la Gran Guerra Patria fue, como siempre, blanco preferente del desmonte. Por años las autoridades rusas prooccidentales enterraron la tradicional celebración de la victoria sobre la Alemania nazi cada 9 de mayo, junto a la gloria masiva de aquella epopeya. Dejar al gran país sin historia era la meta para obtener un nuevo híbrido manso e ignorante de su propio poder.
No obstante, Rusia resistió y los cambios llegarían. El peso de los valores sembrados por más de siete decenios de batallar por una vida diferente, la rica historia nacional, la conciencia de poder avanzar por sí mismos, y el legítimo orgullo por las hazañas de la nación determinaron la voluntad de renacimiento de la heredera del poderío nuclear de la URSS.
Del otro lado, la frustración de Occidente derivó en ira, y un nuevo rival, junto a China, vino a colocarse en la mira de los poderes absolutistas de factura Made in USA. Evidentemente, la línea destructiva postsoviética en marcha bajo la administración del beodo Boris Yeltsin quedó definitivamente cercenada.
En consecuencia, Rusia ha ido recobrando su autoestima, su historia y su poder, para convertirse hoy en un trascendente actor internacional en favor del multilateralismo con un alto nivel defensivo en materia militar y, por tanto, blanco natural de la ojeriza de la Casa Blanca y sus aliados.
De vuelta está entonces el viejo programa de “demonización” de Moscú, su conversión mediática en un “peligro universal”, “depredador global”, “monstruo geopolítico” y “amenaza bélica”, y susceptible entonces de la cadena de actos hostiles, cerco y sanciones de su contraparte.
A Vladímir Putin se le pinta como un arrogante “zar moderno”, y el propio Joe Biden lo tildó textualmente de “asesino” en uno de sus devaneos seniles de carácter público, solo a días del primer encuentro bilateral en Ginebra.
Rusia, en palabras de los centros enemigos, debe ser desprestigiada, herida, preterida y considerada blanco preferente de toda acción agresiva porque, apuntamos nosotros, junto a China, integra hoy la más grande barrera frente a los peregrinos sueños de señor global que Estados Unidos ve alejarse día por día en estas fechas.
La consolidación rusa es, además, inteligente y sabia. Nada de lo realmente valioso y glorioso de su historia ha sido puesto a un lado a tenor de prejuicios ideológicos o políticos.
Ni la victoria contra los invasores napoleónicos siglos atrás, ni la derrota del fascismo propinada por la URSS y su Ejército Rojo que ya es evocada otra vez cada 9 de mayo en la Plaza Roja bajo las banderas y marchas combativas de la época soviética, ni la primacía en la conquista del cosmos, ni la heroicidad y estoicismo colectivos que tantos años duros forjaron en el carácter nacional.
En todo caso, la ojeriza y el endemoniado interés de imponer la imagen de lo que no es ni será, solo forma parte de lo que Putin definió recientemente como burda rusofobia occidental, sin ton ni futuro, a la ya vieja usanza imperial de crearse “oponentes malvados” para intentar justificar su andar mundial garrote en mano.
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