Ciertamente, los principios teóricos sobre los que se sustenta el desempeño de la Organización de Naciones Unidas pretenden privilegiar el respeto a la diversidad en su más amplio espectro, como garantía de que el diálogo y no las imposiciones primen en el escenario global. Y cada sesión de la Asamblea General de la ONU en su segmento cumbre, como el setenta y tres ahora en marcha en Nueva York, confirman desde hace buen tiempo esa necesidad.
Sobre todo porque este, nuestro hogar común, no es aún el modelo ni el espacio que puede asegurar estabilidad, justicia, tranquilidad y seguridad para todos y cada uno de los seres humanos o para el entorno que debemos compartir.
Los sistemas de organización social conocidos y ejecutados hasta hoy no han sido en casi su totalidad los mejores ni los más realmente “humanos”, porque bajas pasiones, ambiciones, arrogancia, ideas locas de supremacía, torpezas, ineptitud y desvaríos, entre otros pecados, han llevado a la población mundial a enfrentar en su historia no pocas guerras impuestas, divisiones violentas, desalojos brutales, riesgos fatales, decepciones masivas y percepciones unilateralistas y egoístas que dejan atrás por mucho los límites de lo lógico y racional.
Y todo este saco contradictorio no puede pasar por debajo del tapete en un debate como el de Naciones Unidas, no solo por su elevada representatividad mundial, sino porque, además, se trata de un buen cúmulo de problemas y asuntos muy complejos a todas las escalas.
Como consecuencia, y en medio de tan variopinto espectro, lo real es que existen temas que por su peso y trascendencia cruciales no pueden ser obviados por ninguna tendencia más allá de cómo lo interpreten y asuman.
Así, este setenta y tres período de sesiones de la Asamblea General de la ONU ya va dejando qué contar. Como se apuntaba, aun cuando puedan existir y existan ubicaciones oficiales contrapuestas en cuanto a las diversas realidades internas, regionales o generales, problemáticas tan sensibles, por ejemplo, como la defensa de un orden internacional multipolar, la evitación de un conflicto nuclear –la última guerra entre los hombres que sería sinónimo de extinción-, la protección del medio ambiente y hasta la democratización de los mecanismos de la propia ONU, llegan a ubicar incluso a algunos (aunque no falte la demagogia en su retórica) en una línea mayoritariamente común que resulta equidistante de la exacerbación de las tendencias hegemónicas y destructivas en boga, hoy con especial fuerza entre ciertos grupos poderosos y extremistas.
Y la prueba está, vale insistir, en las propias intervenciones de figuras de distintos tintes políticos o en votaciones que como la que casi de forma unánime condena cada año el prolongado bloqueo económico y comercial contra Cuba.
Un devenir que también pone de manifiesto que frente a retos cruciales ya suman muchos en el planeta los que, incluso formales aliados de socios mayores cada vez más incómodos y altaneros, se atreven a disentir y deslizar sus inconformidades.
Por demás, Naciones Unidas está de hecho marcada por defectos e insuficiencias, pero también se trata del único podio global donde dirigir y proyectar opiniones e informaciones al resto del orbe y, sin dejar de reconocer, criticar y demandar los cambios y perfecciones necesarios, merece al mismo tiempo ser fortalecida en las esencias que exhiben sus documentos fundacionales y convertida en la entidad por excelencia donde la justicia y el respeto por los ajenos sea un culto permanente y tangible.
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