Cuba amanece hoy con un nuevo Presidente. No hubo fastuosos debates televisivos o prolongadas campañas electorales como precedentes de este acto sencillo y a la vez inmensamente grande. Tampoco bandas multicolores ni pomposas ceremonias sellaron la decisión del pueblo cubano hace unas horas en La Habana.
Nuestra bandera, la de la estrella solitaria, la de tantas batallas y tanta historia fue el más sagrado de los testigos entonces. Raúl abrazó a Díaz-Canel —como un padre podría hacer con su hijo— levantó su mano izquierda… y quedó eternizado el instante.
Colofón genuino devino luego el aplauso infinito de los diputados en representación de lo más sublime de nuestro pueblo, de sus obreros, campesinos, trabajadores por cuenta propia, amas de casa, estudiantes, científicos, deportistas, periodistas, escritores, artistas, trabajadores de la cultura, jefes, oficiales y otros miembros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias y el Ministerio del Interior, dirigentes, funcionarios de los órganos estatales y del gobierno…
No es esta una despedida, de ninguna manera puede serlo. La generación histórica nos seguirá acompañando desde una u otra trinchera, y el General de Ejército también estará ahí, cual padre amado, para continuar fundando y creciendo junto a su pueblo con cada triunfo, con cada batalla, con cada nuevo reto que le nazca a la Revolución Cubana.
Como también ha estado y estará Fidel con su impronta redentora… acompañándonos. Porque decir Fidel es también decir Cuba, es también decir vida.
Y así, nadie lo dude, nuestra Patria continuará su rumbo invariable. En el andar cotidiano iremos desbrozando el siguiente trecho del camino, con la indiscutible certeza de que el círculo infantil de mi hijo permanecerá en la misma calle; el consultorio médico de mi barrio en los bajos del mismo edificio, con la farmacia al lado; y Aya continuará sus ejercicios matutinos en el parque junto a otros abuelos…
Las hazañas de nuestro pueblo no han concluido todavía, mucho nos queda por hacer y construir, por continuar defendiendo.
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